Globalización, soberanía, y paz perpetua
Después de habernos referido, en los últimos tres días de esta sección “Universo infinito”, al tema de “China tercer milenio. El dragón omnipotente”, hoy entramos en una nueva cuestión; relacionada con el Discurso de ingreso que el autor pronunció el pasado día 29 de enero, en una sesión académica presidida por al Reina Sofía y el Ministro de Educación, José Ignacio Wert, en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, y el propio Presidente de la Academia, Marcelino Oreja.
De mi nutrido auditorio, solamente mencionaré aquí la presencia de Jorge Moragas, en representación del Presidente del Gobierno y en la suya propia, Vicente Sala, Presidente del Tribunal Constitucional, Ricardo Díez Hochtleitner, Presidente del Club de Roma, empresarios como José Lladó, Presidente de Técnicas Reunidas, Juan Miguel Villar Mir, Presidente de OHL; amén de otros muchos amigos, académicos, diputados, senadores, etc., y una multitud de colegas y entrañables compañeros.
El tema de la disertación, que duró exactamente 39 minutos, fue “Globalización y soberanía mundial. Un ensayo sobre la paz perpetua en el siglo XX”; resumido a partir del escrito completo que presenté, que se ha editado en forma de libro por al Real Academia, con un total de 268 páginas. Y que si algún lector de República.com quiere tenerlo completo, no tiene más que solicitárnoslo a castecien@bitmailer.net, y se lo enviaremos en un pdf.
Así pues, como el Discurso consta de unas 15 páginas de ordenador, lo dividiremos en tres partes, iniciándolo hoy con la primera entrega, manteniendo siempre el formato originario.
1. DINÁMICA DE LA GRAN RECESIÓN: REDISTRIBUCIÓN DE LA RENTA MUNDIAL Y FALTA DE POLÍTICA GLOBAL
Para fijar el contexto de mi discurso, haré primero de todo un esbozo del escenario político, económico y social en que nos movemos actualmente; cuando aún estamos atravesando el difícil trance que comenzó en 2007, con el episodio de las hipotecas subprime en EE.UU.
Pero siendo la crisis de alcance mundial, hay que preguntarse si existe un esquema que pueda darle solución también global. Misión imposible, podría decirse, pues a la altura de un lustro de problemas, continúa la discusión entre neokeynesianos y neoclásicos, o de sus descendientes teóricos. Cierto que en términos de cooperación internacional mucho más alentadores que durante la Gran Depresión; a poco que se recuerda la Conferencia Económica Mundial de Londres de 1933, en la que se abandonó toda idea de concordia, quedando así expedita la vía a la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, no puede decirse que la cooperación haya alcanzado hasta ahora, ni siquiera con el G-20, el nivel necesario; de cara a una situación que no ha sido bien analizada en sus cambios estructurales, al no haberse percibido cabalmente, en visión horizontal, que el mundo se configura actualmente en tres placas tectónicas de carácter bien distinto según su nivel de desarrollo:
La primera placa es la que forman los países desarrollados maduros, los más ricos, de alto consumo y de baja formación de ahorro; con tendencia a crecer con mayor lentitud que en el pasado, y que de manera gradual e inevitable están cediendo su anterior protagonismo. Se trata de EE.UU., la UE y Japón.
Segunda placa: son los países emergentes, con amplios recursos humanos y naturales, fuertes dosis de ahorro, y rápida expansión de sus PIBs. Grupo en el que los BRICS (y especialmente China), revisten crucial importancia, pues más del 50 por 100 del crecimiento mundial se genera en ellos; y las mayores reservas internacionales se custodian y gestionan por sus bancos centrales o sus fondos soberanos de inversión.
Tercera placa tectónica: los países en desarrollo, que dentro de su difícil situación estructural parecen estar despertando de su prolongado estancamiento. Y no por la ayuda del 0,7 por 100 del PNB de los ricos, según prometieron, pero que nunca llegaron a facilitar.
En torno a esa ayuda, podemos recordar las nutridas manifestaciones públicas en calles y plazas de los países ricos durante las décadas de 1960 al 90, pidiendo -los más jóvenes, generosos o menos enterados, según se vea- la transferencia del 0,7 por 100 de su PNB al Tercer Mundo; para que éste pudiera escapar de su pobreza. Manifestaciones públicas que ya no se ven, pues las movilizaciones que hoy observamos en tantos casos, se polarizan en contra de los recortes presupuestarios de la actual política de austeridad.
¿Qué ha sucedido? Algo bien sencillo: que muchos de los países en desarrollo de los años 60 y 70, son hoy potencias emergentes; no por haberse beneficiado del apoyo Norte-Sur, sino porque supieron aprovechar a fondo las posibilidades de la globalización, a partir de sus propias ventajas comparativas.
E intentando cuantificar esa transformación fundamental, diríamos que del comercio mundial que en 2010 ascendió a unos 32 billones de dólares USA, unos seis billones fueron exportados por países emergentes y en desarrollo; un múltiplo de casi diez veces el 0,7 demandado en tiempos. En un intercambio en el que los emergentes y en desarrollo han entrado de lleno en el comercio Sur/Sur, cumpliéndose de ese modo la profecía formulada por Raul Prebisch en la primera UNCTAD de 1964.
Por lo demás, la situación presente en los países ricos recuerda en no pocos aspectos la predicción de la Escuela Clásica (y fundamentalmente de David Ricardo y John Stuart Mill), sobre un posible estado estacionario; esto es, el estancamiento a largo plazo. Algo que ahora no sucede por la caída de la eficiencia marginal del capital, sino más que nada por el fuerte lastre del endeudamiento de las administraciones públicas. Recuérdese el abismo fiscal en EE.UU., o la deuda pública en torno al 100 por 100 del PIB en gran parte de la UE.
Ante ese estado de cosas, cabría parafrasear la sentencia de Carl Clausewitz adaptándola al momento en que nos encontramos: “la política ha de impulsar la economía por otros medios”. Algo parecido a lo que se intentó durante la Gran Depresión con el New Deal del Presidente Roosevelt; al promoverse la Pump Priming Policy, cebar la bomba. Sin embargo, en los países más desarrollados, esa política, de naturaleza keynesiana, presenta dificultades insuperables: no hay recursos propios disponibles a causa del endeudamiento. Aparte de lo cual, no sería tan fácil precisar nuevos nichos de inversión pública en que disponer de verdaderos efectos multiplicadores.
Y en ese contexto, no hay que perder de vista la interdependencia del mundo de hoy; pues si las 30 naciones más ricas suponen el 10 por 100 de la población mundial, su PIB conjunto representa el 63. De manera que si no se restaura un cierto dinamismo económico en la placa tectónica de los más avanzados, las otras dos entrarían en clara desaceleración, por la dinámica del comercio mundial. De lo que empieza a haber indicios considerables.
En resumen, la búsqueda de un nuevo crecimiento ha de ser global; y sostenible para que sea sostenido a largo plazo. O si se prefiere: en una economía globalizada, tiene que haber un motor global, con instituciones y mentalidades también efectivamente globales.
2. EL EVOLUTIVO CONCEPTO DE SOBERANÍA
Tenemos, por tanto, un problema de búsqueda de soluciones, que se ve trabado por la carencia de una soberanía mundial. Y para aclarar lo que tal cosa significa en profundidad, inevitablemente hemos de remontarnos a la concepción de soberanía según las ideas surgidas en la Edad Moderna. Con una primera referencia en Juan Bodino (1530-96), para quien la potestad del soberano consistía en “hacer leyes para sus súbditos, desde su poder total”. Un pronunciamiento favorable al absolutismo, que facilitaría la transición a los Estados Nacionales.
Posteriormente, Thomas Hobbes (1588-1679), argumentó que en cualquier Estado debe haber una autoridad omnipotente para dictar la ley, pues de otra manera se destruiría la unidad política. Lo que en ausencia ya del ungimiento divino de los reyes, obligaría a conseguir un pacto de sumisión de los súbditos ante el soberano. Un trade off de pérdida de la libertad del pueblo, a cambio de la presunta seguridad a dispensar por un pantocrátor político. Lo que evitaría los calamitosos efectos de la guerra y el desorden, propios del estado de naturaleza hostil entre los hombres: el célebre homo homini lupus. De manera que sólo la autoridad del Leviatán sería capaz de procurar paz y seguridad. Un mensaje que el último estudioso de Hobbes, Trevor Roper, ha caracterizado de manera contundente: “el axioma, el miedo; el método, la lógica; el resultado, el despotismo”.
Tras Bodino y Hobbes, John Locke (1632-1704), se anticipó a Montesquieu en ser el primer teórico que esquematizó la separación de poderes en legislativo, judicial y ejecutivo. Dentro de un Estado cuya misión principal consistiría en proteger los derechos individuales de los ciudadanos; sobre la base, ya, de un parlamento elegido por el pueblo, con capacidad para promulgar leyes, a acatar necesariamente por el rey y la ciudadanía.
Y dando un paso adelante, Juan Jacobo Rousseau (1712-1778) resumió su desiderátum político en dos célebres frases: «El hombre nace libre, y es la sociedad la que lo encadena». Por lo cual, la sociedad ha de reformarse, como se expresa en su segunda sentencia: el hombre es bueno por naturaleza, y debidamente educado podrá cambiar el medio en que vive. Proposiciones de Rousseau que abrieron el análisis teórico a la democracia moderna, en la que todos han de reconocer la autoridad de la razón, para unirse en una ley común, y en un mismo cuerpo político ligados por un contrato social. Contexto nuevo en el que la soberanía es expresiva de la voluntad general. Lo que Rousseau supo extrapolar en su mejor lema: “Libertad, igualdad, y fraternidad”, que años después asumiría la propia Revolución Francesa.
Pasando ahora de la teoría política a la práctica efectiva, podemos fijarnos en el decisivo impulso democrático que significó la Declaración de Independencia de EE.UU. en 1776, donde se estableció de manera contundente que “la soberanía es una, indivisible, inalienable e imprescriptible; pertenece a la nación, y ningún grupo o individuo puede atribuírsela”.
Sin embargo, al terminar la Guerra de la Independencia en 1783, el panorama era más que complicado: los Trece Estados de la Confederación Americana tenían sus propias milicias, erigían tarifas aduaneras entre sí, y comerciaban con el exterior cada uno según mejor le parecía. Funcionaban, de hecho, como trece naciones separadas.
Ante lo cual Madison, Hamilton y otros padres fundadores, no vacilaron en promover la convocatoria destinada a forjar una sola Nación. Y fue así como el Congreso de Filadelfia de 1787, con todo pragmatismo, redactó el texto por el cual los estados cedieron una fuerte dosis de su soberanía a un nuevo poder federal, en un proceso imaginativo y rápido del que nació la Constitución de 1787; que para George Washington resultó ser “un verdadero milagro: en su preparación, en su consenso, e incluso en su promulgación”. Una Constitución que influyó en todas las siguientes, y que contiene sugerencias interesantes para cualquier federación de Estados.
Lógicamente, el recorrido que hemos hecho hasta aquí, sobre el evolutivo concepto de soberanía, ha de completarse con la referencia al Derecho Internacional, con sus tratados bilaterales; y cada vez más con toda clase de convenciones de carácter multilateral. Dirección en la que cabe enfatizar la figura de Francis Lieber, quien llamado por Abraham Lincoln en 1863 a EE.UU., en plena Guerra de Secesión, fue el promotor del primer Código de trato humanitario a los prisioneros. Con una serie de principios que después derivarían a las Convenciones Internacionales de La Haya de 1899 y 1907. Avance que proseguiría hasta crearse las organizaciones políticas mundiales.
Seguiremos el próximo jueves 21 de febrero, y mientras tanto, si alguien tiene interés en algún tema relacionado con lo que se acaba de transcribir, con mucho gusto el autor le atenderá, como siempre, en castecien@bitmailer.net.
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