El presente como historia ¿Qué somos?
I. DEL HOMO SAPIENS AL TRATADO DE TORDESILLAS
1. Introito
Día a día, vamos adentrándonos en el verano profundo, un tiempo en el que las vicisitudes cotidianas de todo un año de esfuerzos, dificultades, algunas alegrías, y bastantes miserias en los tiempos que corren, tenemos la posibilidad de abordar cuestiones aparentemente lejanas a nuestras inquietudes más inmediatas, pero que en el fondo siempre están sobrevolándonos. De esas cuestiones, en anteriores artículos en República.com hemos discutido sobre aspectos cosmogónicos, evolucionismo; y también acerca de futurología en lo que concierne a los viajes interestelares.
Ahora, de cara al final de julio y para los cuatro jueves de agosto, me pareció que sería bueno preparar cinco artículos bajo la común denominación, como serie, de El presente como Historia: ¿qué somos?. Debiendo subrayar que lo del presente como Historia, procede de la impresión que me produjo, de especial admiración y hace ya muchos, la lectura de un libro de Paul Sweezy y Paul Baran así titulado, y en el que sus dos autores, desde una óptica neomarxiana, veían la historia como una concatenación de fuerzas en continuo avance. Y aunque no lo dijeran claramente, en su pensamiento estaba que todo aquello que iba sucediendo tenía un sentido propio; que los más partidarios de la teleología, o de la teleonomía si se prefiere, consideran algo a tener muy en cuenta.
2. Un escenario en ampliación continua
Empezamos hoy la referida serie con el artículo Del homo sapiens al Tratado de Tordesillas, que es una especie de meditación inicial de cómo fue configurándose el actual escenario de la vida de los humanos. Diezmados que fueron por la cuarta glaciación, y que desde hace 12.000 años comenzaron a avanzar en la senda de su definitiva separación del resto del mundo animal, para convertirse en dueños del planeta; pari passu con el avance de las técnicas que aquellos entrañables ancestros, luchadores como pocos, idearon a través de lo que conocemos como revoluciones del Paleolítico y el Neolítico.
Y ya en los periodos propiamente históricos, ese avance desde el anterior de dónde venimos, permitió ir creando nuevas posibilidades, para definir el qué somos. Como especie singular en el único planeta habitado que se conoce, en el que los colectivos humanos progresaron en la formación sucesiva de clanes, tribus y primeras configuraciones de comunidades mucho más amplias ya con cierta entidad política. Y tras las culturas iniciáticas —egipcia, asirio caldea, púnica, griega, y romana— de la Edad Antigua, y el feudalismo en la Edad Media, el Renacimiento alumbró la posibilidad, en Europa, del surgimiento de los primeros Estados nacionales (Portugal, España, Francia, Inglaterra, Holanda…). Un invento importante para las proezas que seguirían.
Así las cosas, con los importantes descubrimientos geográficos realizados por los dos países ibéricos a finales del siglo XVI y durante el XVII, el mundo entero fue conociéndose mejor a sí mismo, y apreciando ya de forma directa las grandes culturas orientales, antes solamente intuidas (India, China y Japón, etc.); así como otras absolutamente desconocidas de las Américas (mayas, aztecas, incas, etc.). Todas las cuales deben tenerse en cuenta para no caer en el eurocentrismo al que tan habituado estamos quienes nos autodenominados occidentales.
3. Un ritmo histórico acelerado
El comienzo de la Historia, cuyo devenir es el tema central de esta serie estival para República.com, se hace coincidir, generalmente, con la aparición de la escritura, unos 5.000 años a. de C. y 7.000 desde entonces hasta ahora. Si bien hasta el milenio antes de nuestra Era, los diferentes escenarios de la actividad humana fueron de muy corto radio y más que escasamente interrelacionados. De modo que el espacio mundial que hoy conocemos sólo se formó al final del heptamilenio, en menos de una décima parte del mismo, como se evidencia especialmente a través del progreso del intercambio económico.
Efectivamente, el gran cambio empezó a surgir cuando el viejo caparazón del Imperio Romano y sus derivaciones —que había durado 2.209 años, desde la fundación de Roma, ab urbe condita, en 776 a. de C., hasta la caída de Constantinopla en 1453—, se rompió definitivamente con el Renacimiento. En una perspectiva ya claramente mundializadora desde Europa, en aproximación directa a Oriente; pudiendo decirse, en esa dirección, que a partir de las Cruzadas y las nuevas relaciones económicas, se abrió un comercio europeo más allá del previo contorno, demarcado por las ciudades hanseáticas (Norte y Nordeste en Alemania, Escandinavia y Báltico), Lisboa al Oeste en los confines de la Península Ibérica, y Venecia en el Este para todo el Mediterráneo. Con el mínimo pero significativo enlace entre Europa y Oriente, a través de la Ruta de la Seda.
Cabe pensar que si se hubiera consolidado el Imperio de Alejandro en Asia a partir del siglo IV a. de C. (como, si sucedió, en cambio, con el Imperio Romano en torno al Mediterréneo), y si los propios romanos hubieran cruzado el Atlántico por Occidente (como sí lo hicieron, los vikingos), la concepción global podría haberse alcanzado mucho antes. Pero no tiene sentido caer en ucronias, pues los grandes sucesos históricos surgen cuando las condiciones políticas, sociales y tecnológicas los hacen factibles; sin por ello desdeñar para nada las decisiones personales que en la secuencia de la Historia asumen los grandes políticos y emprendedores. De lo cual fue todo un símbolo la expedición Magallanes, que permitió al navegante español Elcano ser el primero en hacer en hacer la circunvalación del planeta entre 1519 y 1522, evidencia definitiva de la redondez del mundo en que vivimos.
4. Descubrimientos y capitalismo comercial
En relación con lo anterior, está claro que el constreñido contorno europeo occidental se expandió por los grandes descubrimientos geográficos de los siglos XV y XVI. Portugueses y españoles primero y luego ingleses, holandeses y franceses, fueron abriendo nuevas rutas en la que hasta entonces había sido terra incógnita; tanto para los sucesores del Imperio Romano en Occidente como para los chinos en su Celeste Imperio. De lo cual se derivó el hecho de que los discípulos de Confucio tuvieran la idea de que ellos ocupaban un lugar privilegiado; y de ahí el nombre que se dieron a sí mismos de Reino del Centro. Un concepto que sólo trabajosamente tuvieron que abandonar en el siglo XIX, por el enfrentamiento con Occidente.
En ese trance de mejor conocer el mundo, se potenciaron los impulsos del capitalismo comercial con instituciones que habían tenido su cuna en el territorio de la actual Holanda: los bancos como entidades de cambio, de custodia del dinero y de operaciones de crédito; las sociedades anónimas, formas nuevas de actividad colectiva con capital dividido en acciones, lo que les daba potencialidades superiores a las del comerciante de configuración individualizada; y la bolsa de valores, como mercado para asegurar la liquidez de los títulos de las emergentes compañías accionarias.
Ese capitalismo comercial incipiente fue transformándose progresivamente en capitalismo de manufactura, con base en las instituciones del mercantilismo. En especial, las grandes compañías de Indias, que generaron el doble e importante fenómeno de la minería de los metales preciosos y de la economía de plantación en las colonias, con la réplica de las primeras industrias importantes en las metrópolis. Surgió así una significativa constelación de centros fabriles en Europa —la protoindustrialización—, que con la Revolución Industrial (c. 1750) desbordaron los anteriores planteamientos de los gremios para los mercados locales; en tanto que del antes limitado mercado internacional de mercancías de sólo alto valor por unidad de peso (especias, metales preciosos, sedas, marfiles, porcelanas, etc.), se pasó a un intercambio mucho más diversificado de toda clase de productos coloniales o ultramarinos contra las manufacturas eurometropolitanas.
5. La primera globalización: Tordesillas
Los ya referidos descubrimientos geográficos permitieron empezar a medir las verdaderas dimensiones del planeta. Desde España, Colón abrió las rutas del Atlántico (1492), desde Portugal, Vasco de Gama encontró la nueva vía hacia India y China (1498). Balboa vislumbró la inmensidad del océano que él llamó Mar del Sur (1513) y que luego sería el Pacífico de Magallanes (1519); y Elcano, ya lo vimos, cerró el círculo completo del globo por primera vez (1519-1522); con Urdaneta como segundo en ese empeño. Se levantaron por entonces los primeros mapamundis, y de los comienzos de esa época de grandes descubrimientos data, precisamente, el primer reparto, hispanoportugués, del mundo: el Tratado de Tordesillas.
En realidad, ese primer pacto de repartición empezó a plasmarse un año antes, en las bulas papales ínter Caetera (3 de mayo de 1493), y Examiae Devotionis (4 de mayo de 1493) —en el contexto de la idea de la Cristiandad como conjunto político de Estados nacionales que tenían una referencia común en la Santa Sede—, por las que el pontífice (español) Alejandro VI estableció una línea divisoria a las exploraciones de españoles y portugueses: cien leguas al oeste de las islas de Cabo Verde, de polo a polo. Sin embargo, Juan II de Portugal, no satisfecho con el contenido de tales pragmáticas papales, que a su juicio otorgaban privilegios excesivos a sus rivales castellanos, propuso a los Reyes Católicos una nueva reunión para solventar la cuestión.
Así es como se celebró y concluyó el Tratado de Tordesillas de 7 de junio de 1494, que prescindió de la línea de demarcación fijada en las bulas previas, y estableció otra demarcación, de Norte a Sur, a 370 lenguas al oeste de Cabo Verde. Todos los territorios situados al Oeste pertenecerían a la corona conjunta de Isabel y Fernando, los Reyes Católicos, mientras que los ubicados al Este serían de Portugal; con el antemeridiano —absolutamente incierto— en el otro lado del mundo, en un Océano Pacífico aún desconocido para los europeos.
El Tratado se consideró como un éxito de la diplomacia de Juan II, quien vio de ese modo expedita la ruta de la India a su favor —muy comprimida por la primera línea— y que, además permitió, a partir de 1500, el comienzo de lo que sería la progresiva ocupación lusa de Brasil. Que luego se extendió mucho más allá de los límites pactados, merced a la unión en la testa de Felipe II de las coronas de España y Portugal, que durante los Felipes, entre 1580 y 1640, permitió el engrandecimiento de Brasil mucho más allá del convenio en Tordesillas. Pero incluso con esas mermas, el Tratado ratificó a España en su nueva condición de gran potencia naval y colonial, en lo que hasta entonces había estado muy a la zaga de Portugal.
El Tratado que en 1506 y a petición de Manuel I el Afortunado se vio confirmado por el Papa Julio II (el de Miguel Angel), no excluyó ulteriores discrepancias entre ambos Estados ibéricos acerca de la ocupación de algunos territorios (Molucas, Filipinas), así como disputas en las posesiones americanas; especialmente la pretendida prolongación de los territorios portugueses en la Banda Oriental (hoy Uruguay).
6. Nuevos tiempos: Mare Liberum y Utopía
Claro es que el Tratado de Tordesillas tendría, inevitablemente, un alcance universal limitado, al surgir con fuerza las potencias oceánicas de Inglaterra, Holanda, y Francia, surcando la faz de los mares y de las nuevas tierras, con las estelas y las huellas de intrépidos descubridores, voraces corsarios, grandes conquistadores. De modo que los pactos ibéricos de Tordesillas, definitivamente fueron puestos en duda. Sobre todo, en lo jurídico- internacional, por Hugo Grocio, quien en su libro Mare Liberum (1609) planteó la libertad de navegación y los derechos de cualquier país a descubrir y colonizar; en un posicionamiento lógicamente favorable a sus orígenes, Holanda, entonces en plena guerra de separación de la corona española.
En definitiva, el descubrimiento desde Europa de otras grandes regiones del mundo, cambió los mapas, y la mentalidad de todo lo que había sido el espacio medieval; surgiendo así las primeras concepciones sobre cuál podría ser la forma de regir un orbe que ya iba conociéndose en sus vastos contornos.
Al tiempo, la utopía de un mundo controlado por las dos naciones ibéricas, se hizo del todo punto imposible. Precisamente por entonces, en 1506 vio la luz Utopía, el ensayo de Tomás Moro (después Canciller de Enrique VIII de Inglaterra) amigo del holandés Erasmo y del español Luis Vives, quien que supo intuir con gran anticipación la posibilidad de una convivencia mejor en una sociedad más equilibrada. Eso era la Utopía, un no lugar, que Moro supo construir, inspirado por los descubrimientos hispano-portugueses, en algún espacio no identificado y muy lejano de Europa.
En definitiva, puede decirse que el mundo actual, aunque muchos historiadores lo ignoren conscientemente o por ignorancia, deben mucho a los esforzados navegantes, conquistadores, evangelizadores y toda suerte de personas que desde la Península Ibérica, a partir del todavía brumoso siglo XV dieron a conocer al resto del planeta las principales rutas de navegación. Otra cosa será la siguiente secuencia en nuestro “Presente como Historia”, según podrá verse en jueves sucesivos. Y como siempre, el autor queda a la disposición de los lectores de República.com en castecien@bitmailer.net
Fantásticas fotografías y magníficos modelos.