Brasil, un país en cólera

 Brasil, un país en cólera

TWITTER: @ricardostuckertEl presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, en la reunión de los tres poderes de Brasil tras el asalto bolsonarista

Brasil es un permanente rompecabezas. País de enorme potencial, pero con una desigualdad pavorosa y que, como el resto de América Latina, vive lastrado por una espiral de inseguridad que carcome todo ese futuro. Ha sido y es el país del esplendor posible que nunca se ha hecho realidad.

La violencia ha sido y es estructural. Por tanto, no puede extrañar que haya anidado en una sociedad dividida y defensoras de dos visiones antagónicas de lo que debe ser el país. La polarización no es una creación de Bolsonaro, aunque con él haya alcanzado límites insoportables. La propia historia del país nos habla de una profunda inestabilidad, lo que contrasta con esa idea tan extendida de Brasil como modelo político y de institucionalidad. Porque Brasil ha pasado en apenas un sigo del populismo extremo de Getúlio Vargas a la democracia. De hecho, la llegada en 2003 de Lula da Silva pareció cerrar de forma definitiva esa etapa de inestabilidad.

Los años de la dictadura militar quedaban ya muy lejos. Más aún tras la llegada al poder del líder del partido de los trabajadores. Aunque Lula provenía del sindicalismo más ideologizado, evolucionó hacia un pragmatismo centrado en sacar a millones de brasileños de la pobreza y el hambre. La opinión generalizada por entonces era que Lula había hecho emerger un nuevo Brasil. Un nuevo modelo de pragmatismo de izquierdas -un socialismo con rostro humano- que podría ser válido para toda América Latina.

Todo parecía indicar que la democracia se había consolidado y que realmente funcionaba. Lo hizo hasta que Lula da Silva fue juzgado y condenado por corrupción tras el término de su segundo mandato. Cierto es que el proceso estuvo lleno de irregularidades. Tantas que el Tribunal Supremo tuvo que revocar la sentencia condenatoria. Pero no es menos cierto que las tramas de corrupción fueron permanentes durante los años de gobierno del hoy otra vez presidente. Incluso su sucesora, la izquierdista Dilma Rousseff, también vio sus gobiernos lastrados por abundantes casos de corrupción. Ella misma fue destituida por el Senado por irregularidades en las cuentas públicas, aunque en 2022 se cerró su proceso quedando exonerada de las acusaciones que pesaban sobre ella.

Su inane sucesor, Michel Temer, fue incapaz de acabar con esa sensación de corrupción que envolvió a los gobiernos del partido de los trabajadores. Pero, sobre todo, no supo resolver esa división radical de una sociedad fracturada entre quienes pensaban que Lula y Rousseff habían sido víctimas de una conjura política y los que creían que ambos representaban esa corrupción sistémica que estaba arruinando el país.

La división radical alimentó un nuevo populismo: el de Jair Bolsonaro. Un aventurero de la política que no había ejercido hasta entonces ninguna responsabilidad de gobierno. Era el típico outsider de la política, aunque llevara años como miembro del Congreso Federal. Era el líder de la antipolítica. El representante de una nueva derecha extrema que engatusó a buena parte de la sociedad con un discurso en el que se presentaba como alguien ajeno a las elites tradicionales y que despreciaba a los partidos políticos. Porque, en realidad, su integración inicial en el partido Social Liberal y luego la fundación de su propio partido, el Partido Liberal, no fueron más que una estrategia instrumental para llegar al poder. Nada más.

Aunque siempre tuvo un discurso agresivo, de indudable violencia implícita, su máxima contribución al asalto al Congreso ha sido la deslegitimación de las elecciones. La idea del fraude electoral como justificación de la insurrección popular. Esa es su responsabilidad, por mucho que quiera ahora desvincularse de lo sucedido.

Pero conviene no olvidar que la situación actual de una sociedad profundamente convulsionada no es nueva. Lo realmente novedoso es que se haya solventado en forma de golpe de Estado líquido o posmoderno. Estamos ante un nuevo tipo de golpe, como pasó en Estados Unidos, modelo y ejemplo para estas masas iracundas bolsonaristas. Ya no intervienen las Fuerzas Armadas, sino las masas, aunque sean en número limitado. Lo importante es su fanatismo. Pero no son unas masas actuando de forma espontánea, sino claramente articuladas y organizadas.

Porque este nuevo modelo de golpe es instigado, avalado y justificado desde las propias instituciones del Estado que, en un momento dado, deciden destruir su legitimidad democrática para avanzar hacia una suerte de legitimidad subversiva amparada en la acción de unas masas descontroladas. Este es el papel jugado por el ya expresidente y por su círculo de poder.

Amparado en la pura lógica populista, Bolsonaro se considera injustamente despojado de una presidencia ganada democráticamente. Si gana, las elecciones son instrumento de la expresión del pueblo; si pierde es un fraude orquestado por unas supuestas elites representadas por Lula. Es decir, lo que no acepta es que la ha perdido, también, de forma democrática. Bolsonaro se reclama el único intérprete del pueblo. El único que sabe realmente lo que quiere el pueblo brasileño. Olvida que por lo menos la mitad del país lo considera alguien absolutamente indeseable. El problema es que esa misma lógica se podría aplicar al presidente Lula da Silva. El resultado de la segunda vuelta que dio el triunfo al viejo líder sindical así lo atestigua: 50.9% frente al 49.1%.

El reto del nuevo presidente es, precisamente evitar gobernar sobre la otra mitad del pueblo brasileño amparado en una supuesta mayoría que se considera con derecho a acallar los deseos y anhelos de la otra mitad del país. La democracia es, precisamente, el gobierno de las mayorías sobre la base del respeto a las minorías. Más todavía si esa otra parte representa a más del 49% de la población.

¿Qué escenario de futuro puede preverse? Seguramente el de una estabilidad frágil. Las instituciones brasileñas han conseguido detener este acto de sedición y el presidente Lula ha salido enormemente reforzado. Pero es mucho más difícil que consiga pacificar realmente el país, por mucho que se empeñe en ello. Su significación política e ideológica es demasiado acentuada como para liderar ese proceso de descompresión. Y salvo que se desmarque claramente de ese eje populista de izquierdas que se está extendiendo sin control por toda América Latina, las posibilidades de que efectivamente logre calmar un país en cólera son muy limitadas. Ojalá tenga éxito y logre no solo pacificar Brasil, sino volver a ser la referencia de una cierta moderación que atempere esa ola populista que asola América Latina.

Conviene no olvidar que votar tiene consecuencias y que los líderes populistas actuales llegan al poder por vía electoral. Los extremismos extreman la sociedad, valga la redundancia. Y los populismos desinstitucionalizan las democracias. Sus gobiernos no son inocuos, y la democracia liberal y representativa -la única democracia real- es un bien frágil que puede romperse. O se cuida, o puede desaparecer irremediablemente.

Juan Carlos Jiménez Redondo es catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales de la Universidad CEU San Pablo