Adiós con dolor
Desde la sorpresa y la emoción más sincera, me dispongo a asumir que el rey de España ya no será, nunca, jamás, don Juan Carlos I sino Felipe VI, su hijo y heredero.
Por muchas explicaciones oficiales e institucionales que se hayan dado y se estén dando, no entenderé nunca esta insólita y, para mí, desagradable noticia. Sus motivos debe tener el Rey. Pero no es el momento más adecuado. Ni política ni institucionalmente. Desde 1975 en que don Juan Carlos se convirtió en rey de todos los españoles, la Monarquía no ha estado nunca en una situación tan delicada y tan crítica. Incluso, por debajo de la prensa, que ya es estar.
No me vale eso tan manido de que Felipe es el príncipe heredero mejor preparado de la historia, que es mucho decir. De todas formas, el futuro rey Felipe VI solo heredará de su padre los derechos históricos y dinásticos pero no los méritos que son personales e intransferibles.
El nuevo soberano no solo tendrá que ganarse el puesto desde el primer día sino todos los días de su vida, como Rey que Dios guarde.
Salvo algunas voces y algunos momentos muy particulares y críticos, nunca se ha cuestionado su persona exigiendo la abdicación, ni con lo del safari de Botswana, ni la amiga entrañable, ni el delicado estado de salud del que se ha recuperado visiblemente.
Por ello, nadie pensaba, ni tan siquiera se imaginaba, que don Juan Carlos pudiera abdicar precisamente en estos momentos en los que el país hace aguas por todos los lados: el partido del Gobierno, perdiendo más de dos millones de votos en las elecciones europeas. La oposición, sin líder, después del descalabro electoral; la izquierda radicalizándose con un nuevo partido “Podemos” que, en uno de los puntos programáticos, hace constar que si el Príncipe quiere ser Rey, tendrá que someterse a un referéndum. ¡Toma ya!
Horas después del anuncio de la abdicación, esa izquierda anunciaba movilizaciones y pedía el advenimiento de la república.
A todos estos problemas, hay que sumar los familiares, con las bodas de los hijos con quienes quisieron, pero no con quienes debieron. Los tres.
Pero, lo más grave ha sido lo de Urdangarin que obligó al Rey a apartar, incluso, a su hija de la familia. ¿Podrá ser ella feliz sabiendo que por culpa de su impresentable marido su padre ha tenido que abdicar? Si tuviera algo de vergüenza, aprovecharía también el momento para anunciar el divorcio.
Todos estos problemas y algunos más, han convertido la vida del Rey no en annus horribilis sino en un martirio, como reconocía el propio Jefe de la Casa, Rafael Spottorno.
Personalmente me ha afectado porque mi vida personal y profesional ha estado, desde hace cincuenta años, relacionada, cuando no ligada, a la vida de don Juan Carlos. Primero como Príncipe; luego como Príncipe de España y, más tarde, como Rey.
Aunque acepto la abdicación con respetuoso dolor, para mi será difícil aceptar que, desde ya, el rey se llamará Felipe VI. Nunca creí vivir este momento.
¿Tendré que reconvertirme en un periodista cortesano del nuevo Rey, al estilo de tantos y tantos? Yo ya soy mayor para ello.