A propósito de la lealtad y una boda
No son pocas las veces en la vida, y por supuesto en la guerra también, en las que surgen fricciones entre lo políticamente correcto o el cumplimiento de lo ordenado y la lealtad a los principios por los que uno vive y muere.
Un reciente compromiso de boda, de amplia repercusión en los EEUU, es el que se ha anunciado entre la hija de Sarah Palin -quien fuera Gobernadora de Alaska y fracasada aspirante a la Vicepresidencia de aquella nación- con Dakota Meyer, un "marine". Sí, un infante de marina normal, como él mismo se retrata, pero quien es nada menos que Medalla de Honor, la máxima condecoración militar al valor heroico de los EEUU. Condecoración similar a nuestra Laureada de San Fernando.
El cabo Meyer es el "marine" a quien se ha concedido exclusivamente en vida esta condecoración desde la guerra de Vietnam y el único, junto con otros dos que aún viven, que la ostenta. Eso le convierte, en una nación como los EEUU, en un héroe al que se honra y admira allá donde vaya.
De aquí la repercusión de esta boda. Pero lo que a mí me mueve a escribir hoy aquí, a propósito de esta persona, es el recuerdo de su actuación en los hechos por los que se le concedió esta valiosísima recompensa. Y lo es porque, como ahora explicaré, el cabo Meyer tuvo que decidir, en unos instantes cruciales que no admitían dilación alguna, entre la lealtad a sus compañeros y a sus principios, y a lo que se le ordenaba en la vital situación; pero él no dudó acerca de cuál era su obligación prioritaria y optó sin paliativos por lo primero.
Veamos los hechos: el día 8 de septiembre de 2009, en un punto de Afganistán denominado Ganjal Valley, una unidad de marines cayó en una terrible emboscada recibiendo fuego por todas partes. El cabo Meyer no estaba allí exactamente, sino en unas alturas lejos de la zona concreta de la emboscada pero en una posición con observación perfecta sobre lo que estaba sucediendo. Lo primero que hizo, y reiteradas veces, fue pedir apoyo aéreo de fuego, pero no tuvo una respuesta afirmativa. Ante esta carencia pidió permiso superior para acudir en apoyo de los emboscados. La respuesta a su requerimiento fue clara y taxativa: no debía abandonar su posición.
Así que nos encontramos a nuestro "marine" ante la disyuntiva de acatar literalmente la tajante, pero clara orden, recibida de sus jefes o, por el contrario, ser leal a los principios que había mamado desde su entrada en el Cuerpo de Marines: "jamás dejará abandonado al compañero herido". Dura, pero una decisión que sabía que le rondaría por la cabeza toda su vida, acertara o no, de cara a sus mandos.
Meyer, sin dudarlo, tomó un Hummer y se lanzó directamente a apoyar a sus compañeros. Durante seis horas de intensos combates recogió los cuerpos de los caídos, llevándolos a la retaguardia. Así hasta en cinco ocasiones, y ello a pesar de que en uno de los trayectos sufrió la explosión de una granada enemiga que le arrancó medio brazo. Pero eso no le arredró lo más mínimo y prosiguió valerosamente con su autoimpuesta misión hasta terminar lo que él estimó que era su deber prioritario. Su actitud propició igualmente la intervención de más fuerzas americanas. El resultado de la ahora ya famosa batalla de Ganjal Valley fue que ningún "marine" cayó en manos de los talibanes.
Tres años después el presidente Obama le imponía la Medalla de Honor.
Recordando a este valiente soldado y su arriesgada decisión traslado esta circunstancia a nuestra España de hoy donde vemos cómo prima casi siempre "lo políticamente correcto", independientemente de la moralidad de algunas estrategias de la política, tal que si esta fuera un fin en sí misma con el prioritario y obsesivo objetivo de perpetuar en el poder a quienes las adoptan, acciones ajenas muchas veces a la defensa de los principios por los que unas personas de ideologías supuestamente comunes se comprometen a promover un estilo de vida, encajado en unos principios y valores que deberían redundar en una mejora objetiva de la ciudadanía.
Pero analizando lo que acabo de decir, me viene una idea a la cabeza en relación con la expresión que acabo de emplear: estrategia. Ahora veo que ésa es la palabra que mejor encaja con lo que debería ser la actuación política, con su mismísima justificación, materializada en decisiones que afectan a la vida de los ciudadanos, no sólo en el ámbito económico, desde luego importante, o si se prefiere, vital para mucha gente, sino en la ética de la sociedad en general. Se me ocurre que la política no debería ser algo finalista, sino una herramienta, poderosa como ninguna -salvo quizás las convicciones más profundas- para la mejora de las condiciones sociales, económicas, de bienestar y, desde luego, morales. Me niego a dar un sentido relativista a los llamados “valores morales” de la sociedad y empleo el término moral, con mayúsculas, no moralina ni exageraciones a la antigua usanza. Hay cosas en la vida por las que merece la pena vivir y luchar: el derecho a la vida, el de las víctimas por encima del de sus verdugos, el de la familia como permanente -hoy también- célula de la sociedad, el de la promoción y admiración de la honestidad personal, hoy confundida por algunos con la ingenuidad.
No son pocas las veces, lo vemos casi todos los días, en las que por obtener réditos políticos, determinados movimientos sociales sacrifican los principios morales, con total desvergüenza, a los que uno se ha adherido.
El cabo Meyer, en su momento, supo distinguir lo que era más importante, hacerlo y acertar: muchas personas están ahí por él, y eso es un hecho, no una opinión.
El cabo Meyer constituye una referencia moral para nuestra sociedad. Una boda nos lo ha recordado.