La guerra dulce
Llevo un par de semanas intentando introducir alimentos sólidos en la dieta de mi hija pequeña. Hasta ahora no he tenido mucho éxito: cierra las encías, a veces saca un poquito la lengua con una expresión entre asco y desconfianza y si, por puro milagro, consigo hacer llegar una cucharadita de papilla a la boca la escupe sin piedad. La lactancia materna no es un camino de rosas, desde luego, pero ¡qué gozada no tener horarios fijos, poder prescindir de biberones y cucharas, no tener que cocinar y sobre todo despachar el tema en unos minutos!
La comida no siempre es una mesa bonita y muchas risas, que también. A veces se parece más a un campo de batalla. Desde el inicio. Y no hablo sólo de cuando abren el bufé en una boda o una fiesta -yo he visto a gente tirarse a los canapés incluso en una recepción presenciada por el mismísimo Presidente de la República Italiana.
Hablo de poner de acuerdo a un omnívoro y un vegetariano o peor aún un vegano. A un francés y a un italiano sobre la superioridad de sus cocinas. A un español y al resto del mundo sobre cómo se hace la auténtica paella o si la tortilla de patatas debe llevar o no cebolla.
Hablo sobre todo de ese extraño fenómeno cíclico por el cual de repente, algo que solemos comer se convierte en el peligro número uno para nuestra salud y no hacemos más que hablar de él para marcar distancias y sentirnos mejor. Ni que se tratara de Donald Trump.
Carnes rojas, aceite de palma, leche, productos con gluten, azúcar. El reciente pasado mediático deja constancia de una rica sucesión de enemigos de la dieta. Normalmente el inicio de todo el proceso de demonización lo marca una noticia que se refiere a uno o varios estudios científicos con sus números, sus parámetros y sus límites. El resto lo hace una especie de psicosis social en la que nos olvidamos de los números, los parámetros y los límites y dejamos de comer algo por si acaso nos mata.
Ayer leí un artículo nada reciente pero muy interesante sobre la leche en el que se aclaraba que eliminar o reducir el consumo de ese alimento y sus derivados no tiene sentido a menos que, como es obvio, no seamos intolerantes o alérgicos a la lactosa.
A veces los enemigos se hacen la guerra entre ellos: sigo sin entender por qué en algunos envases de la leche aparece la etiqueta “sin gluten”. Esta especificación tiene sentido sobre un paquete de pasta o de galletas, pero la leche o la mermelada ¿cuándo han tenido gluten?
El azúcar va camino de convertirse en el próximo monstruo de la despensa. Y no quiero decir que el exceso de azúcar no sea dañino, claro que lo es. Quiero decir que desde hace unos meses veo cómo está creciendo la presión mediática alrededor de ese producto.
Experimentos visuales y experiencias de vida cotidiana servidas en bandeja a los medios de comunicación y las redes sociales a la vez que llaman la atención sobre los peligros de la dulzura contribuyen a agigantar el miedo alrededor de un producto que nunca ha sido inocuo, pero que sólo recientemente se ha convertido en el enemigo principal de nuestra dieta.
Eso sí, no todo lo que es reluce como azúcar al sol es malo. Al igual que algunos importantes inventos que ahora son de uso cotidiano los parió la industria bélica, esta guerra dulce ha llevado a un importante avance. Una start up irlandesa ha dado con la fórmula de "edulcorante" a base de proteínas. Una especie de ficción de azúcar que se basa en la interacción entre los receptores de lo dulce en el ser humano y las proteínas. Al parecer, la fórmula es todavía secreta, pero saber que alguien está trabajando para cerrar este frente abierto en mi dieta me hace sentir más tranquila. Por lo menos hasta que muestre las orejas el próximo enemigo.