Yo estaba allí

Ahora que se ha ido de los ruedos El Juli, tras 25 años de matador de toros, me percato de que también otro matador de toros, Antonio Bienvenida –don Antonio, para los aficionados con solera-- se fue de los ruedos después de estar activo durante 25 años consecutivos (24 y 7 meses exactamente, si no yerro), eligiendo para el fausto acontecimiento de “la despedida” el día 16 de octubre de 1966. Se fue, pero menos, porque regresó a los dos años, para retirarse definitivamente, también en Madrid, en el 74, aunque, esta vez, el escenario fue la plaza de toros de Vista Alegre, del barrio madrileño de Carabanchel.

En cualquier caso, ayer, mismito, estábamos de efeméride grande… y se me había pasado. Por un día, desde luego, pero es un acontecimiento taurino que merece la pena recordar por lo del “cuarto de siglo” toreando, que ahora se ha puesto de moda, y por la inmensidad taurina de ambos protagonistas. Aquel día Madrid amaneció, como ahora, con el cielo entoldado y la lluvia a punto de nube; pero la corrida se celebró en medio de una enorme expectación, con la plaza llena hasta los topes y el fervor de los madrileños a flor de piel. Encerrados en toriles seis toros y dos sobreros de diferentes ganaderías, y en el patio de cuadrillas un solo matador y tres cuadrillas completas esperaban la desgarrada y penetrante nota de clarín y el ronco toque del timbal –que decía Machado, don Manuel-- para hacer el paseíllo. Fue un paseíllo, encabezado en solitario, que don Antonio hizo descubierto (cito de memoria), inmortalizado por la cámara de Botán con un sombrero rodante a sus pies. A pesar del mal juego del ganado –solo embistieron por derecho un par de toros--, Bienvenida esparció, espolvoreó, con su tiza magistral sobre el encerado granulado de la arena de Las Ventas todo un muestrario de suertes del toreo, ejecutadas con su proverbial magisterio.

Daba la impresión de que los tendidos de la plaza estaban colmados de una multitud estudiantil, de todas las edades, absortos por las seis lecciones magistrales que dictaba un catedrático, la víspera de pasar a la reserva, a la función de emérito. Todo fueron ovaciones, todo eran comentarios o exclamaciones de admiración. Se vieron suertes en desuso, como la forma de colocar al toro en la suerte de varas, manejando el capote a una mano, el modo de colocar banderillas asomándose al balcón sin alharacas, el armonioso toreo en redondo, o detalles improvisados y espaciados para abrochar las series de esos pases de muleta; en fin, todo lo que en el breviario taurino que lleva su forma, el torero iba perfilando para conformar eso tan ingrávido e inconsútil que llamamos “torería”. En realidad, la tarde de 16 de octubre de 1966 fue eso: una apoteosis de torería. Y, también, una catarata de emociones: el brindis del último toro a su hermano Pepe (“Pepote”, para los íntimos), el acto final y fraternal del corte de coleta del hermano mayor al más chico, la sucesión de cortes de ese adminículo que el propio don Antonio realizó a sus banderilleros de aquella tarde, Guillermo Martín, Domingo Peinado y El Checa, al finalizar el festejo, con el público puesto en pie y las manos rotas de aplaudir. Para que lo sepan los catecismos taurófilos que pululan por ahí: aquella tarde sonó la música en Las Ventas. Fue en el sexto toro –de El Pizarral, creo--, durante un clamoroso tercio de banderillas.

El gran protagonista de aquella tarde histórica no quería salir en hombros, para lo cual, se dio una carrera velocísima hacia el patio de cuadrillas…, pero lo “cazaron” un nutrido grupo de aficionados poco antes de llegar al doble portón y se lo llevaron, en andas del “todo Madrid” taurino, más allá de Manuel Becerra, hasta ponerse al careo de General Mola, 3. Esa sí que fue una efeméride gratificante, ilustrativa e, instructiva, porque durante esa corrida se puso de manifiesto el grado de entendimiento que de la lidia tenía el público de Madrid de entonces, su capacidad para gestionar emociones sin una miaja de sensiblería, su savoir faire para capear clamores y recuerdos. Entre aquel público heterogéneo, muy arriba, en la última fila de uno de los palcos del 10, estaba un casi imberbe estudiante, recién llegado a la Universidad, tomando apuntes de lo que ocurría en el ruedo, para pergeñar los dibujos que habría de publicar --¡y pagar!—la revista El Burladero. Y ahora, voy y se me pasa por encima de la memoria lo que siempre tuve por memorable. No tengo perdón.