La feria y el toreo, hace más de un siglo que decidieron convivir en amor y compañía. Forman un matrimonio peculiar de la España profunda, si se quiere interesado, pero bien avenido. Es en aquél antaño cuando las ferias y los toros entran en contacto durante unos pocos días, fijados previamente en el calendario, para zambullirse en los rebullicios improvisados que forman ganados y ganaderos, pastores y labriegos, aperos y enseres, mugidos, rebuznos y relinchos; todo ello envuelto en los peculiares olores a lana recién esquilada, ungüentos para rebrillos de cueros y crines, humo azul de tabaco “caldo de gallina” y sordos rumores de polvo y saliva. La geografía ibérica está llena de ferias, especialmente en amplios sectores de tierra adentro. Despeñaperros (abajo o arriba) el caballo y las mulas son las piezas principales de un mercadeo de urgencia –transacción primaria--, donde se dan cita al aire libre dos artes genuinas de las gentes hispánicas: el arte, no menos libre, de dorar la píldora de la compraventa para consolidar el ”trato” –en el cual, el gitano adquiere, por derecho propio, un lugar de preeminencia--, y el arte del toreo, que complementa y conforta a los “contendientes” en la cuestión, como colofón a un compartido y súbito regocijo. Dice la letra de un fandango libre de Camarón: Pelo a pelo, no lo cambio/yo tenía un macho con cuatro dedos más de la “marca”/… (se refiere la “marca” a la altura de alzada del cuadrúpedo animal de tiro, ya prácticamente desaparecido). Así, con una labia excepcional y su varica en la mano, el gitano se ganaba la vida en las ferias de ganado, para después, según García Lorca, ir “a Sevilla, a ver los toros”. O a Valladolid, que por ser el centro neurálgico agrícola y ganadero de España por excelencia, tuvo una feria de ganados de altísimo nivel, durante largo tiempo en los terrenos de extrarradio, primero pegando a la plaza de toros, y después en los de Las Moreras, pegados al Pisuerga.
Los castellanos de Valladolid somos muy nuestros. Y muy flamencos, además. Si alguien considera esta afirmación como una petulancia fuera de lugar, no nos conoce. Aquí, un tal Fernando Domínguez (el Chico de Cleto, le llamaban cuando chaval) dejó la carnicería del padre para emplearse en torear a la verónica como los ángeles. Dicen los que le vieron en acción, y chanelan de esto, que sus lances de mentón clavado en el nudo del corbatín y sus lánguidos brazos llevando el capote con la yema de los dedos, eran pura enjundia, una delicia. Su sobrino Roberto es el digno heredero de su aflamencada forma de torear. Y, por si no lo saben, el legendario tío Fernando bailaba por bulerías como Dios, lo mismo que ahora su sobrino toca la guitarra por todos los palos del flamenco.
Mi padre me contaba muchas historias de la ferias de Valladolid, porque venía desde el pueblo a la capital acompañando a mi tío Marciano, cuñado suyo. Me hablaba de las jornadas agotadoras en el trajín de adquirir animales de tracción, con sus atalajes correspondientes, y aperos de labranza para abordar la inminente sementera. Entonces, la feria era la de San Mateo, en torno al 21 de septiembre. Después de cerrados los “tratos” –gorra negra de rabo corto y cachava de empuñadura arqueada--, ¡a los toros! A ver a Domingo Ortega, a Manolete, a Pepe Luís Vázquez y compañía. A mí tío Marciano, más lebrero que taurino, no le gustaba Ortega, porque su figura “tenía aires de pastor”, solo por eso. ¡Pobre tío! Su ignorancia de la cosa taurina no le impedía extrovertirse con sinceridad. Y después de los toros, corriendo al teatro, a ver actuar sobre un escenario de tablas a los más reputados actores y actrices, o a extasiarse con el tronío embriagador de Lola Flores y la tronca voz de Manolo Caracol, cantando La Niña de Fuego.
Muchos años después, durante el mandato de Javier León de la Riva como alcalde de Valladolid, la feria se adelantó una semana en el calendario. No tanto para hacerla coincidir con el 8 de septiembre, festividad de la Virgen de San Lorenzo, patrona de la ciudad, como para evitar que la lluvia, frecuente en las anteriores fechas, desluciera los días festeros y, por tanto, las corridas de toros. Fue un acierto descomunal. La feria ha crecido a todos los niveles, atrae a miles de personas y el casco urbano está sembrado de un “caseteo” permanente, en el que el pincho es una de las tapas más apreciadas y prestigiosas de la cocina vallisoletana. A todo ello se suma este año el cartel taurino, por demás sugerente y apetecible. La nueva empresa, Tauroemoción, que comanda Alberto García ha logrado despertar el interés del público, en general, y de los jóvenes en particular, con apetitosas ofertas de descuento en el precio de las localidades y otras disposiciones novedosas. La plaza se ha repintado por dentro, la nueva corporación municipal que gobierna ha retomado el prestigioso premio San Pedro Regalado –patrón de la ciudad y de los toreros-- y se ha comprometido a potenciar los toros, como una más de sus ofertas culturales. No hace sino cumplir la vigente ley que obliga a las administraciones públicas a potenciar, cuidar y conservar un Patrimonio Cultural de nuestro país, algo que ha ignorado el anterior consistorio que gobernó en anteriores legislaturas.
Los tiempos han cambiado. Ahora, a esperar que el tiempo ayude, que los toros embistan, que las principales figuras del toreo que vienen a Valladolid a torear respondan a la expectación despertada y que el pincho sea exclusivo de las barras de bar, no del hueso del morrillo de los toros. Esta es una ciudad taurina por antonomasia porque así lo demuestran los hechos que conforman su historia desde hace siglos.
En Valladolid se acaba de levantar el telón que deja libre el albedrío de la fiesta, en la calle y en la plaza de toros. Aunque el término “feria”, como tal, sea solo una referencia del pasado, las evidencias demuestran que no ha quedado obsoleto. Hoy, domingo, comienzan los festejos taurinos.
¡Ya huele a feria!