En esta época convulsa donde ya aceptamos que un virus mortal pudo “escaparse” de un laboratorio chino y hablamos de naves nodrizas extraterrestres como si se tratara de un avistamiento de vacas en el campo, no podía faltar una crisis bancaria. Aún está por ver si alcanza las proporciones de 2008 y por mucho que los expertos analistas digan que no, que nada tiene que ver esto con aquello, tampoco el covid era lo mismo que el ébola que tanto nos asustó y ya saben ustedes cómo terminó la cosa.
En 2008, la quiebra del mítico banco de inversiones que los hermanos Lehman fundaron siglo y medio antes partiendo de una tienda de ultramarinos de Alabama donde los clientes acostumbraban a pagar con algodón, fue el inicio de una crisis que creíamos irrepetible. La entidad, que la prestigiosa revista Fortune calificaba un año antes de irse al garete como la más respetada del mundo, cayó hecha pedazos, aunque quizás hubiera podido salvarse si Richard Fuld, su último presidente ejecutivo, famoso por que nunca temblaba a la hora de tomar decisiones arriesgadas, no hubiera rechazado antes de la quiebra una oferta de compra de HSBC por 35.000 millones de dólares. Fuld pertenecía a esa hornada de banqueros-ingenieros, adictos al estrés y al riesgo extremo, que cada vez necesitaban más peligro para ver satisfecho el “mono” de adrenalina que ya no saciaba el rafting ni el vuelo en ultraligero sobre las Rocosas. A costa del dinero ajeno. Gracias a la avaricia de todos.
Ahora, tras la caída del Signature Bank y especialmente del Silicon Valley Bank, aseguran los analistas que no existe motivo para la preocupación, ni siquiera con Credit Suisse aquí al lado dando bocanadas. Dicen que ya no estamos en la situación de 2008, cuando la ambición desmedida de aquella generación de banqueros llevó a ofrecer hipotecas a los clientes “ninja” (no income, no job, no assets, o lo que es lo mismo, sin ingresos, sin trabajo y sin propiedades), sino en otra bien distinta. Es cierto, en parte. Una de las grandes diferencias, por lo que se refiere a EEUU, ha estado en la inmediata reacción protectora en un mundo, el estadounidense, fundamentalmente darwinista. Para alivio de algunos y sorpresa de muchos otros, Joe Biden no tardó en salir al rescate “literal” de los clientes del fallido banco confirmando que todos tenían asegurado el dinero que había en sus cuentas, a pesar de que la FDIC, la agencia que protege a los depositantes de bancos ubicados en los Estados Unidos en caso de quiebra, sólo estaba obligada a asegurar hasta 250.000 dólares por cuenta.
Todo tiene una explicación y, por desgracia, no es siempre la que creemos que debería ser. Detrás de la firme e inmediata ayuda de Biden no había, al menos no solo, la intención de tranquilizar a todos dentro y fuera de su país. A Biden le tocó lanzar tan costoso flotador tras horas de intensas presiones: los clientes del banco quebrado no eran “simples” clientes. Tras ellos, las startups tecnológicas, estaban los poderosos fondos de capital riesgo. Fueron quienes se dirigieron a los responsables gubernamentales y reclamaron ayuda urgente. Ron Conway, conocido como el “padrino de Silicon Valley”, fue el gran inversor que encabezó la defensa de los intereses de la comunidad de las startups directamente ante Nancy Pelosi y Barack Obama, mientras Reid Hoffman, fundador de LinkedIn, se afanaba en presionar a los reguladores políticos. Había que salvar, dijeron, la confianza. Pero, ¿qué confianza?
Cuando hablamos de dinero, el asunto más bipolar del mundo, de la euforia al drama se pasa en cuestión de horas y de la confianza a la paranoia, más o menos en igual lapso de tiempo. El Silicon Valley Bank fue durante años la única vía de acceso a la financiación posible para startups y firmas de capital riesgo, pero cuando los mensajes acerca de su (no)liquidez empezaron a circular en las redes sociales, todos salieron corriendo a sabiendas de que aquello destruiría por completo a su hasta entonces “fiel” banco. Un “sálvese quien pueda” en toda regla que, por otra parte, todos compartimos y entendemos, por mucho que en Navidad soltemos unas lagrimitas viendo a George Bailey, el protagonista de Qué bello es vivir, salvar in extremis su banco en Bedford Falls, gracias a que los clientes lograran vencer el pánico aceptando finalmente una parte de su dinero y no todos los ahorros que tenían en la entidad. Gracias, en definitiva, a la confianza que tuvieron en él. La vida, por desgracia, no es tan bella. Y con toda la razón.
Fundado en 1983, el SVB creció hasta convertirse en el decimosexto banco más grande de Estados Unidos y, como decíamos, en la mayor institución financiera de las startups estadounidenses respaldadas por capital riesgo. A lo largo de los años, se esforzó por fomentar relaciones cordiales con tan especiales clientes arriesgándose, es verdad, con empresas no consolidadas a las que otros bancos más tradicionales ni recibían. Un pilar clave del citado ecosistema y una garantía de estabilidad durante las recesiones de 2001 y 2008. A su vez, el banco creció de forma constante hasta que en 2021 llegó su gran premio, su particular burbuja. Un frenesí inversor en el sector del capital riesgo propició que las startups cerraran grandes acuerdos a niveles récord generando un nuevo efectivo que depositaron en su banco de confianza. Un cuento de hadas…
Pero el resplandor del dinero en tales proporciones, ciega. Nadie quiere ver las consecuencias de un negocio al límite cuando este aún sigue dando alegrías. La realidad era que el SVB no podía prestar dinero lo suficientemente rápido como para mantener la avalancha de nuevos depósitos y cuando la financiación de capital riesgo se secó de repente en 2022, los titulares de las cuentas retiraron sus depósitos sin reponerlos. La realidad era también que tres meses antes de protagonizar la segunda mayor quiebra de la historia de EEUU, el banco local de Silicon Valley ya era una bomba de relojería: técnicamente insolvente y enfrentándose a pérdidas de miles de millones en inversiones, con la inmensa mayoría de sus depósitos sin asegurar y castigado duramente por las subidas de los tipos de interés. Para colmo, el banco estuvo operando sin un gestor de riesgos durante la mayor parte de 2022, ya que tras la dimisión del anterior no se nombró a nadie para sustituirlo hasta enero de 2023… Y las huidas hacia adelante suelen terminar mal.
Aun así, la primera semana de marzo, Greg Becker, Ceo del SVB, aseguró durante la Upfront Summit, el congreso de inversores de riesgo y fundadores de startups en Los Ángeles, que el negocio del banco nunca había sido tan fuerte. Le faltó añadir, sin embargo, que él ya había vendido sus acciones del banco por valor de 2,11 millones de euros el 27 de febrero, dos semanas antes de la caída, en una operación que formaba parte de un plan preestablecido para ejecutivos presentado a la Comisión de Bolsa y Valores de Estados Unidos el 26 de enero, es decir, seis semanas antes del hundimiento del SVB.
Salvada la cita de Upfront y con los ejecutivos “asegurados”, el miércoles 8 de marzo el SVB dejó caer la bomba: una ampliación de capital de 2.250 millones de dólares para reforzar su situación de capital. Fin de cualquier merecimiento de confianza. ¿No había dicho el amigo Greg que el negocio del banco nunca había sido tan fuerte? Muchos se lanzaron a las redes sociales para compartir su preocupación y los fondos de capital riesgo empezaron a aconsejar a los fundadores que retiraran su dinero. El revuelo en las redes sociales hizo que el amigo Greg respondiera rogando a los clientes que “mantuvieran la calma”, lo que provocó aún más pánico. ¿Un CEO rogando a la gente que mantuviera la calma sin ofrecer ninguna garantía o razón de peso para hacerlo? Sobre la mesa, un verdadero “dilema del prisionero” propio de la teoría de juegos: “Si todos cooperan, es mejor para todos. Pero si una persona opta por no hacerlo, entonces es peor para todos y mejor sólo para esa persona”. Y aquí, como es lógico, ya nadie confiaba. En menos de 24 horas, los clientes retiraron 42.000 millones de dólares de las cuentas del SVB y los reguladores intervinieron el banco.
Fue el momento en que Ron Conway se arremangó y empezaron a llegar las presiones a la Casa Blanca. Hasta que las peticiones de ayuda surtieron efecto: a última hora de la noche del domingo, la FDIC anunció que todos los depositantes de SVB serían indemnizados, un gran alivio para los miles de clientes que tenían aproximadamente 151.600 millones de dólares en efectivo no asegurados en el banco en quiebra. Silicon Valley respiró con alivio. El SVB reanudó su actividad el lunes por la mañana, permitiendo de nuevo a los clientes acceder a su dinero, que muchos trasladaron rápidamente a otros bancos. Sin embargo, a Biden no le gustó. Ni que le presionaran, ni que se repitiera la historia. Durante su discurso mandó tranquilidad, sí, pero también un aviso: ha solicitado al Congreso que amplíe los poderes de los reguladores y del Gobierno para responsabilizar a los altos ejecutivos bancarios en caso de quiebra de entidades, particularmente cuando haya existido una mala gestión. O simplemente indigna de confianza.