Sin cohete ni nada, en un santiamén, la plaza de toros de Las Ventas emprendió ayer un viaje al pasado con más de veinte mil almas a bordo. Ocurrió en el quinto toro de la tarde, un mazacote de toro, de pelo negro salpicado de blancos por la badana, la barriga y la culera. Un rumiante de raza bovina que parecía extraído de aquellas viejas láminas coloreadas, precursoras de los formidables dibujos hiperrealistas de Daniel Perea. Un toraco de cabeza breve y cuarto delantero muy desarrollado que nos trasladó al pasado; pero a un pasado muy lejano, como de dos siglos de distancia, en tiempos del apogeo de las vacadas de los condes de Vistahermosa, Vicente José Vázquez y Rafael Cabrera, ganaderos todos ellos que cortaban el bacalao de una incipiente fiesta taurina por las ubérrimas vegas de Utrera. Al toro le pusieron por nombre Andaluz, nada más parirle una vaca a la abrigada de una encina. Por algo sería. No iba a ser un toro “de la tierra”, la que se solea y ventea en las estribaciones del Guadarrama, sino uno de p’allá abajo, donde se criaron ganados para ser toreados –que no corridos- por la gente guapa y patilluda de armas tomar, que vestía ancha faja, pañolón al pelo, moña en el cogote y mangas de terciopelo negro para resistir las cornadas. O sea un toro de por estas fechas, pero del siglo XIX.
Salió este Andaluz sin pizca de chispa. Emplazóse, mirando a todo lo que se movía en el ruedo, pero si atender a nadie. Paco Ureña le ofrecía el capote, tomando las máximas precauciones y aquél cornudo bruto pegaba un respingo, volvía grupas y buscaba por el ruedo un terreno donde medrar. Impresionaba su cornamenta recia, tendida hacia adelante, y su mirada torva, de perro viejo, presta para cumplir una estudiada estrategia en la que cobrar alguna pieza de carne humana. Pudo ser la del banderillero Curro Vivas, pero el hombre logró escapar con una precipitada zambullida al callejón. Pudo ser la de Paco Ureña, que le mostraba el capote y parecía implorar alguna embestida, por el amor de Dios. Ni limosnas, admitía el toro de Victoriano del Río. De pronto, el animal se puso a cagar frente al tendido 5. El espectáculo era, por demás, surrealista. Helo aquí:
Varios hombres vestidos con bordados de rica argentería tratando de esquivar los embates de una bestia y la tal bestia campando sin control por la inmensidad del ruedo, en medio de un malestar creciente del público. Dos picadores subidos a caballos de gran alzada intentan, sin éxito, punzar la piel de aquel mulo con cuernos, y nada. Para colmo, el presidente del festejo apoltronado en el palco, parecía no saber para qué leches sirve el pañuelo rojo que cuelga en el trasdós de la balconada del palco. Pasaban los minutos, ¿diez?, ¿quince?, ¿veinte?... y allí abajo reinaba el caos más absoluto. Algunos aplaudían porque no entendían nada de lo que pasaba. Y, como diría un aragonés: ¿qué pasaba, pues?
Pues, sencillamente que nos habían enviado al pasado, a la época en que reinaba en España Pepe Botella, es decir el Bonaparte que volvió a autorizar las corridas de toros, prohibidas por el Borbón Carlos IV. Así, como la tarde de ayer en Madrid, a la altura de la lidia del quinto toro, debían ser los festejos taurinos que se celebraban en la Maestranza de Ronda, o en la de Sevilla, o en la Plaza de Madrid. Un toro grandón, mansurrón y alevoso, que traía en jaque a Roque Miranda, Rigores, Juan León y compañeros mártires, con los subalternos correspondientes. Un galimatías de corrida en el que se fundía la gritería constante del público con una lluvia de naranjas y restos de comida cayendo sobre la arena del ruedo, una apoteosis de tripas de jamelgo y un tufillo a tragedia de lo más “confortante”.
Afortunadamente, dos siglos después sobran casi la totalidad de las “peculiaridades” descritas; pero ayer nos dejaron el toro. Ése sí era igualito que el de antaño maricastaño. Enorme, astuto, fuerte como un roble y más manso que la madre que lo parió. Uno parecido dicen que mató a Curro Guillén en Ronda, por aceptar el reto de un impertinente espectador –un “chufla” de la época—que instó al torero a que lo recibiera con la espada. Este de ayer no mató a Paco Ureña de milagro, porque le plantó cara con una gallardía rayana en la temeridad y, después de pinchar, lo mató de una estocada al encuentro. Entre medias, se jugó el físico en cada pase y parecía que, de un momento a otro, el imponente toro le iba a meter en cuerno en el cuerpo. Afortunadamente solo le rompió el chaleco, pero el murciano acabó con el Andaluz, a duras penas (dos avisos) de dos pinchazos, estocada y varios descabellos. Cómo sería la cosa que el público obligó al torero a dar la vuelta al ruedo. Y la dio, en medio de una gran ovación. Había salvado el pellejo, porque podía haber sido peor, ya que el presidente tardó una enormidad en condenar al toro a banderillas negras y el animalote estaba más fresco que una lechuga, mientras los banderilleros las pasaban canutas para colocar las “viudas”, de una en una, y el toro se crecía a medida que corría el tiempo.
Antes de todo este fregado, Sebastián Castella había lidiado otro toraco de nombre Devoto, negro de pelo y de heladora mirada. Otro de la época pretérita, pero menos que el descrito. Era un mulo. También manseó, aunque llegó al tercio final, bronco y pronto, lo que permitió a Castella hilvanar una faena de quietud suprema, apreciable mando y ligazón perfecta. Un toro que parecía ilidiable, pero humillaba y repetía las acometidas con prontitud. Un toro para apostar. Y Castella apostó, porque está cumpliendo una temporada magnífica. Si le mete la espada al primer viaje igual le dan billete para la Puerta Grande… o eso creo; pero le dieron un aviso y le forzaron a dar la vuelta al ruedo. El primero, castaño y astifino, fue el toro más noble de la corrida de Victoriano del Río. Sebastián y Paco Ureña se enzarzaron en quites, a cual más templados y riesgosos. Después, Castella aprovechó la fijeza y bravura del animal para cuajar varias series por ambos pitones de categoría, pero lo pinchó antes de la estocada. Paco Ureña hizo una faena desigual al toro galopón que se jugó en segundo lugar, al que pinchó dos veces para culminar una faena de desigual trazado. Y Ginés Marín se enfrentó a dos toros de Victoriano de diferente carácter, agresivo en varas el tercero (derribó con estrépito al padre el torero), pero se rajó de forma espectacular; y el sexto, que descabalgó de un topetazo a Ignacio Rodríguez, tampoco le ofreció embestidas aprovechables. Ginés, esta vez, tuvo una actuación desvaída y triste.