La República de Platón, texto más que actual

En principio, como dice José Ferrater Mora en su colosal Diccionario de Filosofía, la obra de Platón puede estimarse como una continuación de la socrática. Hasta el punto de que los llamados diálogos de juventud son más bien reelaboraciones del pensamiento del Maestro, reminiscencia escrita de las conversaciones que mantenía con amigos, discí­pulos e incluso adversarios, en El Pireo o en Atenas. Lo cual da a tales escritos un cierto aire de inconclusos, como expresión de opinio­nes todavía no bien fijadas en el buen ejercicio de la dialéctica y hasta de la retórica. En cualquier caso, a través de Só­crates, Platón se oponía a las ten­dencias que consideraba funestas del relativismo sofístico.

En su senda a la madurez, Platón fue esbozando lo más importante de su pensamiento: su teoría de las ideas. Con lúcidos planteamientos que pueden rastrearse sobre todo en los libros III y IV de La República. Del primero de los citados, se desprende que el Estado ideal no es un absoluto, sino la configuración, para una época generalmente plena de crisis (como ahora, pues), de la organización de los humanos.

Del segundo de los libros citados, el gran filósofo infiere que la cuestión fundamental a conseguir en la República, es la de la concordia social; que solamente puede obtenerse cuando hay acuerdo acerca de quién debe regir el Estado, y del lugar que dentro de él le corresponde a cada individuo, y a cada estamento. Un lugar que en caso de duda ha de ser determinado por la Justicia, que tiene por misión regir las relaciones entre las diversas clases; que son, respecto al cuerpo social, lo que las facultades resultan ser respecto al alma indivi­dual humana.

Lo que normalmente se nos dice del diálogo La República, es que se trata de la configuración de una sociedad comunista, en la que cada uno tiene asignado un quehacer concreto. Algo que Platón sugirió convertir en realidad, siempre fracasando, en sus largas estadías en Siracusa, donde fue asesor áulico de Dionisio I.

Pero eso no es lo más importante, sino el alto concepto que de la política tuvo Platón en todo momento –a diferencia de lo que sucede en los tiempos que vivimos—, resultando claro que el filósofo —o el rey-filósofo—, cabeza del Estado, había de ser educado en la Filosofía para efectivamente to­mar las riendas de una sociedad con todo conocimiento; en contra de lo que sucede con el estadista sin filosofía que acaba por no saber manejar lo que tiene por delante (¿no suena esto a algo tangible por estas latitudes?).

El rey-filósofo necesita, además, mantener cierta fami­liaridad con todo lo que le rodea, algo que ciertamente no puede conseguir cual­quiera, y que él tiene que conseguir consultando por aquí y por allá. Así, para manejar las naves, hay que confiar en el piloto más experto, y si se quiere conocer la manera de mejor batirse con el enemigo, será preciso recurrir al estra­tega.

En pocas palabras, el que rige la República tiene que saber; y saber a quién consultar. En lo que es (¡qué parecido con la tecnoestructura de Galbraith!) una suerte de tecnocracia, algo enteramente lógico, frente a la necia improvisación de quien lo fía todo a sus particulares intuiciones, ignorantes de tantas cosas, y fruto nocivo de la egolatría (¿no suena también esto a ciertos gobernantes de pagos propios?).

Pero por encima de todo, lo más importante en el saber, es poder diferenciar lo justo de lo injusto; el bien, del mal. Por eso, junto con el subsiguiente poder, el conocimiento hay que apreciarlo en lo mucho que vale. Sólo el filósofo, con sus allegados más próximos, responde adecuadamente a tales exigencias, ejercitándose en la verdadera sabiduría.

En definitiva, la ciencia del filósofo se opone a la ignorancia, que es el no saber: incluso se trata del creer que se sabe cuando no se sabe. Esa es precisamente, la más elevada de todas las necedades, en las que incurren gran número de políticos de todos los niveles, que como luego Tucídides confirmaría –en su libro Las guerras del Peloponeso– es lo más frecuente en el día a día de la cosa pública, por la sencilla razón de que lo primero es conseguir el poder propio, aunque sea a costa de los intereses generales. Y si se quiere aún más, como dice James Buchanan con su Public Choice, los políticos y sus corifeos del funcionariado, acaban por convertirse en una casta que defiende sus intereses por encima de los ciudadanos.

Volviendo a Platón la importancia que confiere a la verdadera ciencia –seguimos ahora con Ferrater Mora—, no significa que solamente conciba las dos posi­bilidades extremas de la ciencia y la pura ignorancia. También existe un modo de saber intermedio: la opinión; que no cabe considerar como una mera sensación del espíritu, sino que constituye la reflexión en busca de ciertos propósitos, por lo menos en los asuntos de carácter prác­tico, en muchos de los cuales puede necesitarse prioritariamente un conocimiento aproximado.

Por encima de los reyes-filósofos, y de los déspotas ignaros, en el más alto nivel de las ideas, Platón sitúa la del supremo bien. Que respecto al mundo del intelecto es como el Sol de cara al mundo sensible: el bien ilumina a todos desde algo que se halla más allá del ser; de modo que constituye el fundamento del ser y, con él, la verdadera belleza, la inteligencia y bondad. ¡Ahí queda eso!, que habría dicho El Guerra, con perdón…

En esa línea de avance de sus ideas, Platón concibió el cosmos como algo engendrado por una combinación de nece­sidad e inteligencia, pero más por la segunda que la primera. Alejándose así del azar y la necesidad de Leucipo y Demócrito y de los darwinistas que luego vendrían. Una combinación, la platónica, a entender como la inteli­gencia que controla a la necesidad para persuadir a ésta de que conduzca siempre hacia el mejor resul­tado posible para la mayor parte del todo.

Sin esa visión combinatoria, que rechaza el dejarlo todo a la nada y a la incertidumbre, Platón concibe la necesidad como inserta en un orden estricto, proveniente de un plan determinado. Es decir, de una finalidad última: la teleología en la que luego insistiría Aristóteles; o teleonomía más modernamente.

Por el contrario, si la necesidad fuera el origen mismo del orden, éste no tendría ni finalidad ni plan, por lo cual, insistimos, la inteli­gencia es la que persuade a la nece­sidad, para la producción ordenada de las cosas.

Y esa inteligencia, ¿qué es? No otra cosa –dice Platón— que la norma sobre la cual se basa el Demiurgo, que en la filosofía de los platónicos y alejandrinos, es el equivalente al Dios creador judeocristiano; y en la filosofía de los gnósticos, el alma universal, principio activo de la creación evolutiva.

El mundo (Platón dixit) fue hecho por el Demiurgo, de acuerdo con las ideas, mediante una combinación de lo determinado y lo indeterminado, a fin de lograr con ese mix, que diríamos ahora, lo mejor para el todo. Naturalmente, se admite controversia.