No es una buena idea convocar las elecciones generales tras las municipales y autonómicas. Desde el mes de marzo comenzó una campaña electoral que ha durado más de 100 días. Tras la hiperventilación de los candidatos durante cuatro meses sería útil un estudio demoscópico que evaluara cuantos electores han tomado la decisión de votar durante la campaña y que porcentaje han modificado su voto tras oír las propuestas de los candidatos.
Álvaro Delgado-Gal en su columna de ABC concluye que la campaña ha sido pobrísima, tanto si se mira a los partidos como a los medios de comunicación.
Nuestra legislación electoral está esclerotizada tras cuarenta y cinco años transcurridos desde la aprobación de la Constitución.
Algunas reformas son necesarias, como mejorar la proporcionalidad fijando en un diputado el que se asigna a cada provincia y no dos diputados como ahora, según dispone la ley electoral, lo que favorecería la representatividad. También es conveniente referir el mínimo del 3 por ciento para entrar en el recuento a la población de la comunidad autónoma en la que comparece el partido y no a la provincia como sucede actualmente. Regular el voto telemático con firma electrónica autenticada por el DNI electrónico de los electores que lo hayan solicitado por ausencia del día electoral, enfermedad, edad u otra causa impeditiva. Limitar a diez días la duración de la campaña electoral, los gastos electorales y establecer dos debates obligatorios entre los lideres de los dos primeros partidos, uno el día de inicio de la campaña y el otro el día previo a la jornada de reflexión. Y publicar en una web central de la Junta electoral los programas de los partidos que tengan representatividad previa en el Congreso o en el Senado y que comparecen al proceso electoral.
Para ello no es escenario modificar la Constitución y si es conveniente un acuerdo de los dos grandes partidos al ser materia regulada por ley orgánica, acuerdo al que convoquen a los demás grupos parlamentarios.
Con un modelo tan abierto y desregulado en la información no cabe dudas que los electores en un altísimo porcentaje han recibido datos, propuesta e ideas con suficiente intensidad como para llegar a la campaña con su voto decidido. Los manuales electorales dicen que el cambio de voto de una a otra formación va generalmente precedido de una previa abstención.
La campaña no solo ha sido pobrísima, sino sobre toda hosca y pedestre en el último tramo por el tique Pedro y Yolanda que han contado con el coro de la vicepresidenta Calviño y Ribera que no representan bien el papel de animadoras de sus candidatos.
En las campañas en Estados Unidos el debate fiscal está en el centro de los programas, como el gasto público e indudablemente la política exterior.
En la finalizada campaña electoral no ha habido un debate sólido sobre la política tributaria en el escenario actual de inflación. El mínimo exento en el impuesto sobre la renta de 15.000 euros es claramente insuficiente y debería fijarse en 20.000 euros, liberando a los contribuyentes de las diversas obligaciones formales informativas, relativas a datos que hoy ya tiene Hacienda a través de las entidades financieras y de las empresas.
Tampoco ha habido una reflexión sobre el gasto público, sin demagogias fáciles ni apriorismos, absolutamente necesaria que debería analizar y definir los gastos improductivos de las administraciones, asentados en la rutina presupuestaria y la exclusión de objetivos evaluables.
Esperemos que sirva al menos para cerrar un periodo frustrado en la política española que solo ha servido para ratificar que la sustitución del bipartidismo por los nuevos partidos ha fracasado.