Lo mejor que podemos decir de esta campaña electoral es que se acabó. Y cuando intento resumir el lamentable espectáculo vivido sólo me vienen a la cabeza -compra de votos al margen- el rastro indeleble de la desidia de los protagonistas políticos de la misma y los ecos de su pobreza intelectual; también la mentira tosca y grosera como única arma de destrucción masiva para desnortar al votante y especialmente la falta de ideas e imaginación de aquellos que nos piden el voto, pero son incapaces de ofrecernos prueba alguna de saber qué hacer con él.
Ni unos ni otros han logrado superar sus ideologías de libro de instrucciones, circunscribiendo la mayoría de sus milagros, exclusivamente, a lo que su presunto electorado quiere escuchar. Sólo se habla para unos, nunca para todos. La vida sigue igual, quizá más igual que nunca: nosotros somos los buenos y los que tenemos razón y ellos ni lo son ni la tienen. ¿Es realmente esto lo mejor que puede ofrecer nuestra clase política?
Esta campaña será recordada como la del todo a 100, del cine a dos euros, de los Reyes Magos en primavera, de los descuentos de fin de temporada, del tres por el precio de dos. La del ‘miente más que habla’, la de las encuestas a cargo de los Presupuestos Generales del Estado y la de una lideresa nacional, funambulista ella, que pidió el voto para dos partidos… o tres, ¿o eran cuatro?
Pero sobre todo pasará a la historia como la del ‘pucherazo’, la del chanchullo de los votos que se compran para hacer saltar la banca y las reglas del juego, la de los juzgados de instrucción, la de las investigaciones de la Guardia Civil; una campaña marcada por las detenciones de políticos en activo y por las sospechas, quizá algo más que sospechas, de que a lo mejor no todo ha sido ni es tan limpió como siempre hemos creído. Y con la duda de que, como dicen los investigadores, quizá no se ha llegado ni al diez por ciento de todo lo que realmente está pasando.
Y aunque es cierto que los casos, al margen de Melilla, apenas alcanza a una veintena de localidades pequeñas, no lo es menos que esta compraventa hace saltar por los aires la creencia más o menos generalizada de que estas cosas no pasaban en España. Pero nos hemos caído del guindo y lo que antes eran certezas bienintencionadas ahora son sospechas sobre la verdadera profundidad de esta fosa séptica.
Una campaña en la que, además de la compra de votos, Otegi y Vinicius la han convertido en algo muy distinto a lo que deberían ser unas elecciones democráticas municipales y autonómicas en un país hecho y derecho, adulto y sólido.
Vuelve el terrorismo como arma electoral y entra de lleno el racismo para demostrarnos que lo primero sigue siendo una asignatura pendiente de nuestra democracia y que la lacra de lo segundo todavía sigue habitando entre nosotros. Y de postre, siempre hay un postre, la sombra del intento de amaño cutre y pobretón que oscurece todavía más si cabe una campaña para el olvido.
Nos estamos enterando de que aquí la democracia tiene un precio y que este va, por lo que vamos sabiendo, de los 50 a los 250 euros por voto. ¡Que barato está el puchero! Casi de saldo en esos pueblos de dios y de los partidos sin escrúpulos en los que por unos miles de euros pueden darle la vuelta a la tortilla y hacer saltar por los aires uno de los principales pilares, sino el más importante, que sustenta cualquier sistema democrático.
No es un tema estructural de partido alguno, por mucho que se quiera relacionar al ministro Bolaños con Mojácar, sino el reflejo de las ambiciones individuales y el escaso nivel ético de unos cuantos que quieren seguir gobernando en su pequeño reino de taifas al precio que sea. Lo que sí se le puede reprochar al PSOE es su escaso control de calidad a la hora de seleccionar a sus candidatos electorales o cargos públicos.
Los tiros documentados apuntan, dejando a un lado Melilla, a casi una treintena de cargos o carguillos socialistas detenidos hasta el momento, sin que Ferraz haya podido o sabido parar la sangría. Cómo escribía Raúl del Pozo en El Mundo: “Cuando el tiro sonó, la bala ya había salido”. Lo de Pedro Sánchez diciendo que la culpa de todo esto es del PP que quiere embarrar la campaña, suena simplemente a desesperación o a que está sordo y no ha escuchado el disparo.
Una campaña municipal y autonómica, por otra parte, en la que lo municipal y lo autonómico han pasado al furgón de cola -¿recuerda usted alguna idea para su ciudad o su comunidad?-; donde la política nacional ha primado sobre la local, donde se ha prestado más atención a disparar contra la Moncloa -especialmente Isabel Díaz Ayuso- o Génova 13 que a intentar mejorar, de verdad, la vida cotidiana de los ciudadanos. En resumen, dos semanas más tiradas a la basura. Y ya son demasiadas.
Como muy bien decía Fernando González Urbaneja aquí, ha sido esta la peor campaña electoral de nuestra historia. Una campaña donde se ha venido a confirmar lo que muchos siempre hemos intuido, que nuestra clase política cree, posiblemente con razón, que los ciudadanos somos escuetos, cortos, desmemoriados, analfabetos, holgazanes y tontos de baba.
Ciudadanos sin atributos que demuestran ser presa fácil de la estupidez y el engaño, votantes andantes e iletrados sin esperanza alguna. Una ciudadanía, en definitiva, que posiblemente no merezca unos políticos mucho mejores que los que ahora tiene. "¿Usted todavía piensa o es un ciudadano normal?", decía una vieja viñeta de El Roto de hace ya muchos años y que cada vez con menos frecuencia me viene a la memoria.
De seguir así acabaremos alejándonos de las urnas. Correremos entonces el riesgo de acabar pensando que la democracia está sobrevalorada y que todo esto no merece tanto la pena como para seguir perdiendo el tiempo. Lo siguiente será, si alguien no lo remedia, llegar a la peligrosa conclusión de que para esto, que voten ellos.
Como recordaba días atrás Carmen Domingo en El País, Kazue Ishiguro escribió esto en Los restos del día -que después fue llevada al cine por James Ivory y protagonizada por Anthony Hopkins y Emma Thompson-: “La democracia es algo de otras épocas. El mundo actual es demasiado complicado para depender de antiguallas como el sufragio universal o esos parlamentos donde esos diputados discuten eternamente sin decidir nunca nada. Son cosas que podían estar muy bien hace unos años, pero no ahora”. El que esto decía en la novela de Ishiguro era Lord Darlington, un aristócrata inglés que había sido seducido por el nazismo.
Poco más que añadir, salvo que lo malo conocido -esta degradación que emana de un cierto sector de nuestra clase política y que parece ir en aumento- sigue siendo infinitamente mejor que todo lo demás, incluso que lo bueno por conocer.