¿Qué puede pasar por la cabeza de cinco policías armados de forma reglamentaria para que apaleen hasta la muerte a un hombre solo y desarmado? Es la primera pregunta que viene a la mente tras ver las imágenes que las autoridades de Tennessee hacían públicas de la detención de Tyre Nichols, el afroamericano de 29 años fallecido en el hospital tres días después de recibir un incomprensible y salvaje “ataque” por parte de quienes, se supone, estarían para evitarlo. Se puede caer en la tentación de preguntarse qué demonios pudo provocar tan feroz respuesta policial, pero ese camino resulta extremadamente corto: hiciera lo que hiciera Nichols, una vez inmovilizado, sobraba cada uno de los golpes, disparos de Táser y de spray de pimienta que implacablemente continuó recibiendo.
“Yo no he hecho nada”, se escucha a Nichols gritar desde el suelo y cuando presa del pánico huye, lo cierto es que no vemos a un delincuente intentando esquivar una celda. Por el contrario, parece más preocupado por zafarse de la agresividad de los agentes de la ley, que de la propia ley. Más decidido a evitar verse custodiado a muerte, como así ocurrió finalmente, hasta llegar a comisaría arrestado por conducción imprudente – motivo alegado para que le ordenasen detener su vehículo –, como si desde el primer momento la víctima hubiera sido consciente de la actitud más que hostil de lo que en lugar de una unidad de policía se asemejaba a una manada de pandilleros en busca de bronca un sábado por la tarde. Más aun, aunque sumarlo no sea necesario, la presunta conducción temeraria del fallecido ni siquiera pudo ser corroborada por el departamento de policía de Memphis y, de hecho, su máxima responsable, Cerelyn Davis, aseguró ante las cámaras que no existían pruebas de infracción alguna de tráfico.
Por otra parte, ¿qué hay – si es que hay algo – en el cerebro de los cinco agentes, también afroamericanos, que inician y mantienen su agresión hasta las últimas consecuencias sabiendo que las cámaras de sus chalecos están grabando la escena? Nichols, empleado de FedEx y padre de un niño de cuatro años, logró esquivar a los agentes inicialmente y escapar a pie, pero la desigualdad de fuerzas era patente incluso en su breve y desventurada carrera hacia la muerte. Pocos minutos después, a escasos metros de su casa, fue alcanzado por los cinco miembros de la unidad especial policial llamada Escorpión, creada para velar por la seguridad y la paz en el vecindario. Demetrius Haley, Emmitt Martin III, Justin Smith, Desmond Hills y Tadarrius Bean, envalentonados por el “intento de fuga”, encontraron en los escasos metros que recorrieron tras el conductor “fugado” lo peor que un ser humano puede llevar dentro y, a continuación, se emplearon a fondo para sacarlo.
Llueve tanto sobre mojado... Son demasiadas las ocasiones en que la policía de Estados Unidos, ese país que Biden poco después definía de ‘Ley y Orden’, sentencia a muerte a una persona de raza negra sin que exista un peligro para su propia integridad. Sin juicio, en una calle desierta o en el arcén de una autopista. Con o sin público. El movimiento Black Lives Matter nació tras el asesinato asimismo policial de otro hombre de raza negra, George Floyd, en Minneapolis en mayo de 2020, pero la esperanza de que algo cambiara jamás fue muy grande. Y, sin embargo, muchos mantienen que ahora “algo” ha cambiado de forma impensable: esta vez agresores y víctima son todos afroamericanos. Alegan que, por tanto, la “excusa” del racismo se habría quedado en el camino. Y sí, muchas de las pancartas que empezaron a exhibirse en las protestas que siguieron tras la emisión de unas imágenes que el propio jefe de la Oficina de Investigadores de Tennessee, David Rausch, había calificado como “absolutamente espantosas”, tuvieron que reescribirse. La coincidencia en el color de la piel de verdugos y víctima obligaba a un lema diverso: “End Police Terror”. Pedir justicia para el enésimo damnificado por el injustificable exceso de violencia de la policía, se hacía prioritario.
No obstante, ¿acaso no se asemeja al racismo el simple hecho de creerse mejor? ¿Superior a quien no pertenece a la misma categoría profesional o social? ¿Ha permitido el país de las armas que algunos crean que en su placa reside la impunidad? No hablemos entonces de racismo, ni siquiera de discriminación, aunque en ella tuviera su origen la lacra de la brutalidad policial que en demasiadas ocasiones golpea al país, sobreviviendo, una tras otra, generaciones. La sociedad estadounidense está acostumbrada a dos debates recurrentes que sus políticos eluden por infinidad de motivos, fundamentalmente por supuesto de financiación y de votos. Han asumido que la brutalidad policial y el uso “libre” de las armas son peajes en el camino y posterior permanencia en la Casa Blanca. Asuntos intocables, con bajas asumidas de antemano, ajenas a protestas y, normalmente, – cuando se puede – silenciadas o escondidas.
Precisamente, da la impresión de que la “sorpresa” en la fatal paliza de los cinco policías de Memphis no está en el hecho de que agresores y asesinado sean de la misma raza, sino que en esta ocasión y, además en un estado sureño, las autoridades hayan actuado con la transparencia, celeridad y rotundidad con que lo han hecho. A diferencia de casos anteriores, la repercusión a nivel institucional ha sido fulgurante. Dos semanas después de aquella mortal tarde de principios de enero, Demetrius Haley, Emmitt Martin III, Justin Smith, Desmond Hills y Tadarrius Bean fueron expulsados del cuerpo previa declaración en el juzgado, que dejó a cuatro de ellos en libertad condicional a la espera de un proceso que se anuncia “inmediato”. El corporativismo que tantas veces había tratado de silenciar injustificables agresiones policiales en esta ocasión no apareció por ningún lado. No hubo declaraciones oficiales ni se apartó a los agentes de forma cautelar hasta que un tribunal juzgara los hechos. Y de nuevo asaltan preguntas sin respuesta ¿se habría intentado como otras veces, y a pesar de las imágenes, enterrar, maquillar o justificar el caso si los policías hubieran sido blancos?