Centros comerciales, áreas de servicio, supermercados, lugares de ocio o de culto y, de manera especial, aulas escolares son algunos de los sitios donde más bajas civiles registra Estados Unidos en la particular guerra que el país libra contra si mismo al amparo de la Segunda Enmienda de su Constitución. Un día cualquiera, en el ámbito de las actividades más anodinas o cotidianas, los estadounidenses se enfrentan a las balas y aunque sea precisamente el derecho a portar armas para defenderse lo que se proclama para seguir vendiéndolas sin control, son siempre las fuerzas de seguridad – peor sería lo contrario, es verdad – las que impiden in extremis que continúe una masacre. Será tarde para algunos, aquellos que tuvieron la mala suerte de encontrarse antes con el sujeto que trata de abatir “objetivos” en una especie de macabra competición imposible de prevenir si no se cambia la legislación que impone el lobby de las armas, con independencia de quien ocupe la casa Blanca.
El 6 de enero de 2016, Barak Obama, entre lágrimas y por decreto, intentó imponer, al menos, un poco de sentido común en el complicado asunto que divide a políticos y ciudadanos. A pesar del rechazo del Congreso y de la férrea oposición de uno de los lobbies más temidos y poderosos del mundo, en la recta final de su improrrogable mandato, Obama anunció que el pequeñísimo granito de arena que pudiera aportarse para impedir las cotidianas matanzas en masa, él iba a ponerlo. No era aquello que su programa electoral anunciaba que haría si se convertía en presidente, pero le honró enfrentarse a quienes siguen viendo en el descontrolado comercio de armas de fuego de cualquier calibre el paradigma de la libertad en un país demasiado orgulloso aún de su pasado con sabor a western.
Rodeado de un numeroso grupo de familiares de víctimas de tiroteos masivos en una inusual comparecencia, Obama se valió de su incontestable oratoria – acompañada de unas lágrimas que el presidente iba enjugando antes de que rodaran a sus mejillas – para asegurar que los estadounidenses no pueden aceptar que “esta carnicería sea el precio de la libertad” en su país. Tuvo que insistir en que las medidas que iban a aprobarse con carácter inmediato no eran un complot para restringir el derecho recogido en la Segunda Enmienda. Admitió que el citado derecho era, sin lugar a dudas, importante, pero advirtiendo, como si hiciera falta hacerlo, que es igualmente fundamental el derecho a ir al cine una tarde sin que un loco irrumpa en la sala para segar la vida de personas a quienes ni siquiera conoce, como ocurrió en Colorado en 2012. Igual de primordial que era el derecho de quienes rezaban en la iglesia de la comunidad negra de Charleston, antes de ser masacrados por otro asesino armado hasta los dientes. Y qué decir cuando ese derecho atañe a los niños o adolescentes que acuden a clase y un día no regresan a casa porque han sido fría e inesperadamente ejecutados.
“El lobby de las armas”, dijo entonces Obama, “puede tener de rehén al Congreso en este momento, pero no puede mantener de rehén a Estados Unidos”. Audaces palabras, aunque lo único que pudo hacer antes de marcharse fue obligar a los vendedores a obtener una licencia federal, lo que, a su vez, les exigía revisar los antecedentes criminales y de salud mental de sus compradores y a que el FBI contratara personal adicional para acelerar el proceso de revisión. Flor de un día; munición para el nuevo presidente, pistolero de la demagogia. El frágil decreto de Obama fue una de las primeras medidas que Donald Trump derogó ante el aplauso de sus votantes y, sobre todo, la complacencia de la poderosa Asociación del Rifle, que no había escatimado en sus donaciones a la campaña del nuevo presidente. El dinero siempre manda.
El lobby de las armas cuenta con un presupuesto sustancial para influir en miembros del Congreso sobre la política que directamente le afecta. También para lanzar las correspondientes campañas publicitarias. Durante los últimos ciclos electorales, este gran grupo de presión ha gastado mucho más en mensajes a favor de los derechos de las armas que sus rivales del lobby que persigue su control. Los datos demuestran que cada vez que ocurre una ejecución indiscriminada en masa, aumentan los anuncios de armas y, por supuesto, las ventas. Tras la tristemente famosa matanza de San Bernardino, por ejemplo, se vendieron en Estados Unidos 1,6 millones de armas. Fue la cifra mensual record de las últimas dos décadas, solo superada por los 2 millones de armas de fuego vendidas durante el mes de enero de 2013, después del sangriento tiroteo en la escuela Sandy Hook de Newtown (Connecticut), donde fueron asesinados 20 niños y 6 mujeres.
Los datos del Archivo de Violencia de Armas de Fuego muestran que el número de tiroteos masivos – cuatro o más víctimas sin contar al tirador abatido por la policía - ha aumentado significativamente en años recientes. Más armas, más tiros, más muertes. En los últimos tres años, 600 tiroteos masivos por año, casi dos al día como promedio. En lo que va de 2023, más de 150. Se pierde la cuenta. Lo que no se pierde es el terror a que le toque a alguien cercano, a uno mismo. Y es precisamente eso, el miedo en su estado más puro, lo que identifica cualquier acto terrorista. Sin embargo, si la mano que ejecuta de manera indiscriminada a un estadounidense pertenece a un compatriota que ha comprado el arma en su país, se habla de tiroteo masivo y no de atentado terrorista. Se vigilan fronteras en tierra, mar y aire, pero se dejan siempre abiertas las puertas de las tiendas de armas, donde basta rellenar un formulario y sacar la tarjeta de crédito o el fajo de dólares para salir de allí armado hasta los dientes.
Small Arms Survey, un proyecto de investigación con sede en Suiza, estimó que en 2018 había 390 millones de armas de fuego circulando en Estados Unidos. Una tasa de 120,5 armas por cada 100 residentes, que supera en mucho las de otros países alrededor del mundo y datos más recientes apuntan a que, como decíamos, la posesión de armas de fuego va in crescendo. Por su parte, la revista Annals of Internal Medicine publicó en febrero de 2022 un estudio según el cual más de 7,5 millones de estadounidenses se habían convertido en “nuevos portadores de armas” entre enero de 2019 y abril de 2021. La era Trump estaba dando sus frutos, tal y como se esperaba. Y nunca será suficiente. Para nadie. Por eso, el lobby armamentístico de Estados Unidos, a través de su cabeza más visible, la Asociación Nacional del Rifle, ha convertido su reunión anual, que se clausura hoy domingo, en un acto de campaña de cara a las elecciones de 2024. De paso, el centro de convenciones de Indianápolis ha servido a Donald Trump para quitarse tanto sinsabor judicial y mirar a un futuro que vuelva a ponerle al timón, si nada ni nadie lo impide. “With a Little Help from My Friends”, para que un nuevo presidente republicano eche “a esos liberales de nuestras tiendas de armas y de nuestras vidas”, en palabras de Mike Pence.