Admito que no soporto a los negacionistas, sobre todo a los homínidos que militan contra las evidencias del cambio climático cuando lo tienen encima de la cabeza. Pero también tengo cierta alergia a los ecologistas y animalistas que, tornados en auténticos chiitas del medio ambiente, quieren convertir los bosques mediterráneos, intervenidos y domeñados, en pura Amazonia; y a todos los animales en especies protegidas en vías de extinción.
En el término medio está la virtud, y tengo una cierta simpatía por los grises. Ahí, en esa gama de colores y creencias, reside la tolerancia que precedió a los garrotazos de Goya, una forma tan española de relacionarnos.
Los negacionistas del clima quieren en realidad acortar la esperanza de vida de la humanidad en la Tierra quemándola en la hoguera de una era industrial infinita. Pura avaricia, puro humo, pura miopía.
Donald Trump sigue siendo el ejemplar más representativo de los negacionistas en todos los ámbitos. Es puro adanismo: ‘que se jodan’ mejor que ‘América, lo primero’. Aquí, en las Españas, tenemos como representante de esta secta de ilustres tarados a Isabel Díaz Ayuso, que ahora se nos ha vuelto evangélica para conectar aún más ideológica y espiritualmente con Jair Bolsonaro y el resto de los profetas del populismo de extrema derecha. Para compensar, seguro que sale detrás de un paso de Semana Santa enganchada a una peineta y embutida en una mantilla, se hace adicta a la adoración nocturna y vuelve a sacarle el perrito a Esperanza Aguirre con un cilicio.
El negacionismo como filosofía de vida es el caldo de cultivo de aquellos que consideran que los árboles son leña para calentarse y los animales carne para alimentarse. ADN neandertal; nada que ver con el abuelo de Saramago, que les hablaba a los árboles de su jardín. Tampoco respiraba los mismos afectos que Leon Trotski y su verdugo, Ramón Mercader, que amaban a los perros, aunque discrepaban sobre Stalin.
Como he adelantado, al otro lado del cuadrilátero terrenal están los ecologistas y los animalistas más radicales que quieren convertir toda la Tierra en una extensión del Jardín del Edén.
Hace poco, como ejemplo de este desbarre, un experto conocedor en la Casa de Campo de Madrid me contó que una pareja de urbanitas, ataviados como si fueran a escalar el Everest por la cara norte, insultó y gritó a un operario que cortaba un pino: “¡Asesino, arboricida!”, le espetaron. Este árbol y otros del alrededor de la misma familia estaban afectados por los nematodos (gusanos muy hijoputas) y para evitar que se extendiera a todo el pinar, era necesario talarlos.
Para la conservación de los ecosistemas forestales mediterráneos, el mantenimiento resulta esencial para su supervivencia. En un espacio protegido como el Parque Natural Los Alcornocales, casi 200.000 hectáreas entre las provincias de Cádiz y Málaga, la seca, una enfermedad que afecta a los alcornoques, no era tan relevante antes de los años sesenta como lo es en la actualidad. En el pasado, antes de la llegada del gas butano, los carboneros hacían carbón vegetal con los árboles enfermos y mantenían el monte limpio, mientras que ahora son selváticos y están amenazados por el fuego por un abandono clamoroso.
En la misma Casa de Campo, los conejos han alcanzado una población de varios millones. Camino del teleférico, hay tantas madrigueras que los jardineros conocen el lugar como el NY de los conejos.
Esta superpoblación está provocando continuas averías en las conducciones de riego (las muerden para beber) y, por supuesto, están dañando las raíces de muchos árboles. Un desastre in crescendo.
Como ocurre con los conejos, los jabalíes (la mayoría son cruzones) también representan un serio problema de superpoblación en muchas zonas de España.
El descaste en el caso de estos dos mamíferos es imprescindible, y la caza (no he pegado un tiro en mi vida), guste o no, es un elemento de gestión para mantener sanos nuestros ecosistemas y a nosotros mismos.