Stalin, el hombre sin corazón

Stalin, el hombre sin corazón

EFELos comunistas rusos conmemoran el 70 aniversario de la muerte de Stalin.

El 5 de marzo de 1953 el poderoso Iósif Stalin fallecía en la famosa Dacha de Kúntsevo, su residencia particular, después de sufrir un ictus en la madrugada del 28 de febrero. Para muchos, acólitos o adversarios, parecía imposible que aquel hombre forjado en hierro fuera, como todos, mortal. Sin embargo, a pesar de su edad, el poderoso líder soviético se enfrentaba por primera vez a un enemigo más implacable y determinado que él. ​Y con independencia de lo que los demás pensaran, Stalin, por el contrario, jamás se sintió invencible, eso no. Más bien, en extremo vulnerable. De hecho, su proverbial paranoia era el resultado del reflejo que su sombra proyectaba en los espejos: jamás respetó a nadie, era siempre el primero en golpear a quien, aunque no tuviera indicios, pasaba a formar parte de su infinita lista de enemigos y la única persona en la que confiaba era en él mismo. Manipulador desde aquella infancia que vivió con un padre alcoholizado y una madre infiel – la sombra de la paternidad de Stalin es parte de su biografía -, le parecía inconcebible que los otros fueran tan tontos como para confiar en alguien distinto a ellos mismos.

Traicionando esa confianza de los demás en él, escaló Stalin los primeros peldaños de la carrera hacia el poder. Hasta que, ya en plena escarpada a la cima, tuvo que utilizar métodos más expeditivos para librarse de los “molestos”. Su obsesión era anticiparse, aunque no hubiera razones para ello. Era de los que piensan que cualquier atisbo de diferencia en la concepción del mundo tal y como lo perciben en su cabeza, tiene que ser erradicado de inmediato. Le gustaba, por otra parte, humillar hasta límites insospechados a quien tenía enfrente, cuando consideraba que el contrario ni siquiera valía el precio de una bala, mucho menos de una ración de comida diaria en un campo de Siberia. En la vida y obra del compositor Dmitri Shostakovich, de quien este mes se estrena la ópera La Nariz en el Teatro Real, se percibe a la perfección este tipo de enfermiza y sádica relación de Stalin con los demás.

Cuando el 26 de enero de 1936 el mandatario acudió a la ópera para ver su obra Lady Macbeth de Mtsensk, Shostakovich no podía imaginar que aquella noche cambiaría su vida y marcaría su trayectoria. No podía imaginarlo, porque tras su estreno, la crítica había calificado la obra como “el resultado del éxito general de la construcción socialista, de la política correcta del partido” e, incluso, como una ópera que “sólo la podría haber escrito un compositor soviético educado en la mejor tradición de la cultura soviética”. De modo que si políticamente era correcta, ¿qué podía temer? Al día siguiente, sin embargo, el mundo se dio la vuelta. Un artículo publicado en Pravda con el título “Caos en vez de música”, aseguraba que la ópera era un flujo de sonidos “deliberadamente disonante y confuso... donde se grazna, hay gritos y jadeos”.

Que a Stalin no le hubiera gustado la ópera - discúlpenme la osadía políticamente incorrecta - podía no ser tan raro, pero lo que muestra la campaña de persecución y descrédito que desde esa noche se inició contra el compositor de San Petersburgo es la saña dogmática que caracterizaba al cruel gobernante. Porque tras el artículo en el diario oficial del partido, los críticos de música soviéticos que antes habían elogiado la ópera tuvieron que retractarse por escrito, pidiendo incluso disculpas por no haber detectado “las deficiencias de Lady Macbeth como lo había señalado Pravda”. Aquello no había hecho más que empezar. El 6 de febrero, Pravda nuevamente lo atacó, esta vez por su ballet La corriente límpida, que denunciaron porque no sonaba ni expresaba nada. In extremis, convencido de que su arresto era inminente, Shostakóvich fue a ver al presidente del Comité Estatal de Cultura de la URSS quien, a su vez, informó a Stalin de que el compositor había admitido estar equivocado… Como resultado de todo ello, los encargos disminuyeron y los ingresos de Shostakóvich se vieron reducidos al mínimo. Y a Stalin, la campaña en contra del compositor le sirvió para mandar un aviso a los artistas de todas las categorías, con el escritor Mijaíl Bulgákov, el cineasta Serguéi Eisenstein y el director de teatro Vsévolod Meyerhold entre los objetivos más destacados.

Por desgracia, a Stalin, como a otros dictadores adictos a la tortura, le acompañó para colmo la suerte. Tras la fachada sangrienta de los desmanes asesinos del nazismo, se ocultaba el resto del mundo. Pero, sobre todo, se ocultaba Stalin. Para el hombre que traicionó a Lenin y acabó con Trotski, el resto de oponentes no eran nada. Y uno tras uno, los fue eliminando. La mayoría de las veces literalmente. Los documentos desclasificados tras la caída de la Unión Soviética, registran la detención por motivos políticos de más de 1. 300 000 personas, de las que casi 700.000 fueron fusiladas. La industrialización que llevó a cabo en su país, al que convirtió en indiscutible potencia económica, la irrupción de otro ser sin corazón, Adolf Hitler, y especialmente el estallido de la II Guerra Mundial allanaron su camino y blanquearon en el plano internacional el salvaje despotismo con que gobernaba un país donde pensar era una afrenta y actuar, una condena. Él era el único que pensaba; los demás estaban para cumplir sus órdenes, moverse al son de su adoctrinamiento en todos los aspectos de la vida.

El propio Lenin quiso avisar en sus últimos escritos dirigidos al XII Congreso del Partido de quien era en realidad aquel joven, pidiendo que fuera apartado y sustituido por un miembro “más tolerante, más leal, más correcto y más atento con los camaradas, menos caprichoso, etc.” Sin embargo, no existe lucha más titánica ni con mayor porcentaje de fracaso que la de una persona “normal” contra un psicópata narcisista capaz de ganar, si fuera ese el propósito, el Oscar a la mejor interpretación año tras año. Stalin ocultó las misivas de un Lenin que, enfermo, no podría participar en el Congreso, y a su muerte, consciente que en la lucha por el liderazgo ganaría quien fuera considerado más leal al líder fallecido, organizó su funeral, se declaró más leninista que Lenin y engañó a su rival Trotski para que no pudiera asistir al evento. El resto, es Historia. Y, por supuesto, siempre depende de quien la cuente…