Celebremos que en la LO 10/2022, de 6 de septiembre, del “sólo sí es sí” se haya corregido, mediante la LO 4/2023, de 27 de abril, la rebaja de penas en los delitos de agresión sexual. Toda la LO 10/2022 es un dislate, pero estos efectos no deseados - ¿o sí? - eran tan previsibles como seguros, por lo que no se comprende cómo los correspondientes artículos pasaron del anteproyecto al proyecto y de éste a la ley publicada en el BOE. Sobre todo, si se recuerda que hubo numerosos avisos sobre lo que ocurriría y ocurrió. También un lego en derecho podría haber comparado las penas imponibles para determinados delitos antes y después de la malhadada LO 10/2022. En resumen, un adefesio sin igual en la legislación española y en la de esos países que solemos llamar de nuestro entorno, por no hablar de otros que nos quedan culturalmente mucho más lejos.
La ministra de Igualdad, de cuyo nombre no quiero acordarme porque estas líneas no son una crítica personal, defendió y defiende su chapuza, como propulsora que fue de la misma, y luego se enfrentó con su escasa formación jurídica (perdóneseme el eufemismo) a la interpretación de su ley, por unanimidad, en el propio Tribunal Supremo. Para su teoría de la conjura machista importa poco que la mayoría de los jueces españoles sean juezas y que en la Sala Segunda del Tribunal Supremo también haya magistradas. Por cierto, la ministra y su equipo se olvidan entonces de la jerigonza inclusiva. Sólo hay jueces machistas que no saben o no quieren aplicar correctamente la ley. Las juezas machistas brillan por su ausencia cuando se trata de vapulear al colectivo judicial.
Sin embargo, lo más grave de la LO 10/2022 no se ha tocado pese a su literal incompatibilidad con la presunción de inocencia. Se ha querido invertir la carga de la prueba. En la valoración de ésta, el juzgador no se pronuncia, en términos de balanza judicial, según el platillo de la acusación “caiga” más o menos respecto al de la defensa. Las cosas no son así. No es cuestión de comparación, sino de que un platillo, el de la acusación, pese lo suficiente como para acreditar, fuera de toda duda razonable, la realidad de los hechos delictivos.
No basta con que al juez le parezca más plausible una versión que otra. Su obligación es no condenar mientras no alcance una certeza que excluya toda duda por pequeña que sea. Con otras palabras, podríamos hablar de un 99 % en el cálculo de probabilidad. Un juez digno de tal nombre nunca mandará a prisión, y además por muchos años, a quien quizá sea inocente. Las dificultades probatorias en estos delitos no autorizan para conculcar los principios elementales de la justicia penal, la seguridad jurídica y el sentido común. Y habrá que tener mucho cuidado para que los cursillos de formación para jueces y otros funcionarios en esta materia no caigan en el dogmatismo estúpido de que la mujer siempre dice la verdad, por lo que su declaración bastaría por si misma para la condena del acusado. Es obvio que la mujer miente de vez en cuando, lo mismo que el hombre.