Hemos estado - y seguimos estando – hasta tal punto perplejos por lo que pasa aquí, que la noticia de la dimisión allí, en la vecina Portugal, de su primer ministro António Costa nos ha sobrevolado como fugaz aguacero con epicentro en las Azores. Amigos, compañeros de viaje, de la mano en la en las cumbres europeas y socialistas ambos, Pedro Sánchez y su homólogo portugués llevaban tiempo protagonizando “controversias” en sus respectivos países que, sin embargo, no han podido tener finales más distintos. Uno, atrincherándose en La Moncloa; el otro, enfrentándose a la Justicia y empezando a recoger, por iniciativa propia, sus bártulos de São Bento.
Si Sánchez y Costa compartían ideario político que incluía “imposibles”, lo que ha quedado claro ahora es que, como servidores públicos y personas, se parecían en realidad muy poco. El primero se ha aferrado al poder como patético y maléfico gato panza arriba; el segundo, anunciaba el pasado martes su dimisión después de que la policía entrara en su residencia y en diversos edificios ministeriales exhibiendo las correspondientes órdenes de registro. Grave, sí, muy grave, pero el cabeza del gobierno luso y algunos de sus miembros se enfrentarán ahora a la Justicia – Costa asegura que tiene la conciencia tranquila – y su país, que es lo importante, seguirá siendo el mismo, aunque sus ciudadanos tengan que acudir a las urnas de nuevo, antes de lo esperado.
Aquí, por el contrario, Pedro Sánchez, en lugar de servir al pueblo y responder ante él, ha puesto el pueblo a su servicio, subastándolo en el surrealista mercadillo español con plaza en Waterloo. Mientras Costa renunciaba allí, Sánchez ponía del revés, aquí, nuestra porción de península fragmentada para entregarla en bandeja de plata a quienes niegan pertenecer a un país del que, no obstante, maman insaciables. Allí, Costa compareció ante los medios para renunciar a su cargo con una declaración que, aunque fuera en un 0’04%, a muchos, aquí, nos habría parecido coherente escuchar de labios de Pedro Sánchez. Sobre todo, cuando el socialista luso hacía referencia a “la dignidad de las tareas de un primer ministro”, que no son compatibles con “ninguna sospecha sobre la integridad y el buen comportamiento…”.
“No intentaré mantener el cargo de primer ministro, he sido muy claro al respecto. Es una etapa de mi vida que ya está cerrada”, declaró también Costa, como debería hacerse, a mi naif juicio, siempre y no como excepción cuando quien dirige una empresa o un país pierde o traiciona la confianza de aquellos a quienes representa. Sí, es radicalmente cierto y como tal lo reconozco y admito de buen grado: las alianzas entre minoritarios, sea de votos o de acciones, haciendo números para dejar fuera al “mayoritario”, son parte del juego. El problema, aún más grave que enfrentar una investigación judicial después de dimitir, llega cuando los acuerdos para conseguir el resultado perseguido por la operación matemática socavan los cimientos del “conglomerado”, que jamás volverá a ser el mismo.
El propio Costa perdió en 2015 las elecciones, quedando segundo, 16 escaños por detrás de Portugal al Frente. E igual que Sánchez hizo después, el socialista portugués rechazó la oferta de un Gobierno de coalición con el centro-derecha de Pedro Passos Coelho. Allí, el presidente, en aquel momento Cavaco Silva, no vio posible que Costa fuera capaz de lograr una mayoría de la izquierda y nombró – porque puede, no digo más - primer ministro a Passos Coelho. Y ya saben cómo sigue la historia (allí): el Partido Socialista presentó una moción de rechazo en el parlamento, porque Costa sí había logrado la considerada imposible mayoría que sumaba los votos de socialistas, comunistas, verdes y ecologistas. Así que Cavaco Silva enmendó su propia plana y – repito, porque podía – mandó a su casa Passos Coelho y a Costa al palacio de São Bento.
Así, con la famosa 'geringonça', aguantó el veterano socialista los cuatro años que duró la legislatura y, después, ganó por fin las elecciones de 2019, pero… sin mayoría absoluta. Vuelta a la calculadora. Sin embargo, a diferencia de Sánchez, cuando Costa hubo de romper la baraja porque los minoritarios siempre empiezan metiendo un dedito y acaban exigiendo el sol y la luna, al líder portugués no le tembló la mano. Metió tijera al pacto. En definitiva, apostó por la democracia convocando nuevas elecciones con el objetivo de sacar adelante los presupuestos sin hipotecar a los ciudadanos para saciar la gula de los oportunistas, ni conservar el poder a cualquier precio. Ya saben lo que ocurrió, resultó que los ciudadanos, que ni allí ni aquí somos tontos del todo, sorprendieron dándole una histórica mayoría absoluta. ¿No creen que aquella sí fue una lección para que Sánchez aprendiera de quien siempre ha llamado “su maestro”?
Y no voy a hablar del asunto de la dimisión, que eso ya nos cae francamente lejos. Las sospechas de la fiscalía portuguesa que apuntan a un trato de favor por parte del primer ministro dimitido se traducirán o no en su imputación y, quizás, juicio, pero en la UE tienen claro que, si es declarado inocente, habrá en Bruselas un puesto para Costa. Su dimisión ha demostrado que es fiel a su palabra cuando hablaba de la separación de la separación de poderes. Porque desde que llegó al cargo, primero por 'geringonça' y luego por mayoritaria elección de los portugueses, cada vez que la sombra de la sospecha oscurecía a algún miembro de su Gobierno, él decía lo mismo: “A la política lo que es de la política, a la justicia lo que es de la justicia”. La coherencia política le llevado a renunciar cuando todo presagiaba que de político del “imposible” pasaría a ser el político “incombustible” - en caso de haber cumplido la legislatura hasta 2026 habría sido el primer ministro más longevo de la democracia portuguesa –, y en la política como en la vida al final lo que realmente cuenta, y se valora a largo plazo, es la fidelidad a la palabra de uno mismo.