Roca Rey: la emoción del riesgo más descarnado

Roca Rey, impávido ante el peligro-

Roca Rey, impávido ante el peligro-

Empezaremos por el final, con la lidia de último toro de la tarde, un cinqueño de nombre Cóndor, grandón, ampuloso de carnes, cabeza rizosa, cornamenta para regalar y un pelaje de mucho blanco sucio, con salpicones de negro que podría identificarse –por resumir-- como burraco alunarao. Un torazo herrado con el anagrama de Victoriano del Río. Sus primeras correrías por el albero maestrante ponen en evidencia una persistente tendencia a la huída de quienes generosamente le ofrecen sus capas color carmesí de pintalabios. “¡Vaya manso!”, se oye entre un borbolleo de murmullos. Su matador, Andrés Roca Rey, apenas puede encajar su embestida de orate desorientado, y en los arreones hacia el caballo de picas Manuel Quinta consigue colocarle la puya en lo alto del morrillo, bien que el castigo se antoja extremadamente mesurado. Un picotazo. Espera a los banderilleros y los persigue a favor de la querencia de tablas, lo cual hace muy complicado llegar al embroque y salir de él con ciertas garantías de éxito; menos mal que el capote manejado a una mano por Luís Blázquez, libró de un seguro percance a Viruta. “¡Un manso de libro!” “¡No tiene un pase!” “¡Mala suerte, la de Roca Rey!” se oía por acá, por allá y por acullá. Éste era el panorama que se contemplaba en la Plaza (lleno de No Hay Billetes) cuando Roca Rey tomó muleta y espada y se fue al terreno en que se encontraba aquella mole de mansedumbre con cuernos, entre el tercio y las tablas. Montó el torero la espada en el envés de la muleta, juntó las piernas, clavó los pies en el albero y citó al toro de Victoriano. Fue entonces cuando la plaza quedó enmudecida por el silencio; pero no un silencio “maestrante”, de atención ante el anuncio de una faena de “relumbrón”, sino el de esa expectación y respeto que crea el riesgo absoluto o la evidencia de un fracaso inevitable; o, peor, de una desgracia cantada de antemano. Era imposible que aquél torero que vestía de negro y oro (catafalco) sacara algo en limpio de una empresa imposible: lucirse con un manso alevoso, de tremenda seriedad, que solo tenía por objeto destruir la altanería de un muchacho peruano que parecía querer inmolarse poco antes de que llegaran las primeras sombras de la noche.

En esas estábamos, cuando el Cóndor grandón se arrancó, con tranco descompuesto, en su ataque de ida y vuelta, y el torero se lo pasó, impertérrito, a ras de la seda del calzón, seis veces por alto, en una angostura de escalofrío, para rematar con un pase de desprecio y la mirada puesta en el tendido. Aquellas secuencias me recordaron la frase de una famosa crónica de Gregorio Corrochano, con ocasión de una tarde feliz de Cagancho en Toledo, titulada “La talla del Montañés”: “pasa el toro sin que el leño se mueva…”, trasmutación literaria del genial gitano en el genial imaginero. Pues más o menos así, displicente ante la incierta alevosidad, impávido ante el peligro, se nos reveló Roca Rey en este proemio colosal, que tuvo dos virtudes: desconcertar la mansurronería del toro y encender el entusiasmo del público. De ahí para adelante, el devenir del último acto de la corrida empezó a encontrar nuevos derroteros: Andrés estaba en condiciones de emular el milagro bíblico de Moisés, haciendo brotar agua de la Roca de sí mismo, para calmar la sed de emociones de un público a merced de la decepcionante corrida de Victoriano del Río. Y el milagro se produjo.

Poco a poco, paso a paso, Cóndor fue asimilando su condición de ave de presa venida a menos, porque el poderío del torero le convenció de que, antes de emprender el vuelo hacia las tablas, lo mejor era tomar los vuelos de la muleta y seguir su viaje a ras de suelo, una y otra vez, por la derecha y la izquierda, para dar vida a la frase bergaminiana: “el toreo es la evidencia viva de un milagro”.

Fue la faena subiendo de tono, in crescendo, a tal punto que la Banda de música quiso subrayar aquella obra con las notas de un pasodoble; pero, de pronto, Roca Rey ordenó, respetuosamente que cesara la música. No venía al caso. Para estar delante de ese toro había que tener en estado de alerta los cinco sentidos, especialmente el más importante: el sentido común. No consideraba adecuado el torero poner fondo musical a las secuencias que llegarían a continuación: una demostración de poder omnímodo frente a la bastedad bravucona o mansurrona, que tal me da, mostrando a millares de ojos la rendición de Cóndor al valor sereno, sin aspavientos, demostrando que aquéllas ínfulas del grandón cornudo habíanse trocado en sumisión incondicional, al punto de dejar que le llegara con la punta de los cuernos a los bordados del vestido, sin que al portador del mismo se le moviera un músculo. Ahí fue cuando reventaron los tendidos en una explosión colectiva de emociones. Lío gordo de un torero grande a un toro manso y peligroso. ¿Por qué ocurrió aquello? Pues porque el torero grande sabía que el toro mansurrón guardaba en lugar recóndito un cupo de esa casta que acredita su pertenencia a una ganadería brava. Y lo encontró. Lío gordo, repito, de los que pueden acabar con dos orejas del toro en las manos de un torero. La estocada, a tumba abierta, cayó delantera y contraria, pero le dieron una oreja y le pidieron otra. Ya había conquistado una Roca Rey con su actuación ante el tercer toro de la tarde –uno de los dos cuatreños del lote de Victoriano del Río--, mansito, como toda la corrida, pero una mansedumbre dulce, la clásica del toro galopón que le da por embestir y no para hasta que le abandonan las fuerzas. Esta condición propició que el peruano ligara varias tandas en redondo, con ambas manos y música de fondo, coreadas todas ellas con los oles profundos de un público que se rompía las manos aplaudiendo. La larga faena, rematada con una estocada hasta la mano, provocó un mayoritario revuelo de pañuelos. Oreja y petición de otra. Mejor, una, que ya vendría lo del sexto. Relatado está. Alboroto enorme. Le llegan a abrir, de nuevo, la Puerta del Príncipe y ya tenemos armada la de Dios es Cristo. Mejor así.

El resto de la corrida apenas dio opciones a los otros dos toreros. Castella regresó a Sevilla en un estado de forma espléndido y dejó en el ruedo un comienzo de faena tremendo al primer toro, de los que enardecen: no menos de ocho muletazos con la pierna flexionada, muleta arrastras, con el toro embebiéndose en el faldón de franela, arrancaron los oles más roncos y fuertes de la tarde. A partir de ahí, un par de tandas con la diestra de exquisita lentitud; después, nada de nada. Estocada cobrada con derechura. Se pone a llover. Qué pena. Tampoco el sardo cuarto, de incierta embestida, dejó hacer al torero. No hubo material bovino con qué lucirse. Juan Ortega, con un lote de cinqueños, también hizo ofrenda de su enjundiosa facilidad capotera y de muletero de fino trazo. Dos o tres verónicas y un cambio de mano de cartel, y punto. Ambos, mantienen alto –a la altura con que llegaron a esta feria-- su cartel en la Maestranza.

Por consiguiente, hoy por hoy, Roca Rey es el contrapunto ideal de Morante. La puesta en escena del riesgo más descarnado y la belleza estética más deslumbrante. Aquél, con sobradas calidades artísticas, cuando el toro lo permite, y éste con un caudal de valor inconmensurable, cuando el toro lo demanda. Dos sensaciones, dos emociones. Es (son) la pareja.