Hace unos treinta años, siendo Secretario de Estado en el Ministerio de Exteriores formé parte de un Jurado deportivo. Llegue cuando empezaba la deliberación y al sentarme tuve una de las sorpresas más grandes de mi vida: estaba flanqueado por Zarra y por Bahamontes. Dos de los mitos más grandes de mi niñez y mocedad. El noble vasco, hoy lamentablemente casi olvidado, era el que le había metido al gol a la pérfida Albión en el Mundial de Río de 1950 y Bahamontes nos había entusiasmado en el Tour a lo largo de seis o siete años.
El régimen de Franco había explotado la imagen del ciclista toledano igual que se montaría en el Real Madrid de Di Stefano, Rial y Bernabeu, cinco copas de Europa consecutivas eran muchas copas por lo insólito aunque ahora hay quien se empeñe cerrilmente en que el gobierno jugó un papel en esos logros intrigando en despachos importantes europeos- una sandez mayor que el Tibidabo en cuyas cercanías circulaba la insidia- y Bahamontes se reía con su sufrimiento pero disfrutaba dejando clavados a sus rivales escalando el Aubisque o el Tourmalet.
El noticiario Nodo nos trajo abundantes imágenes de los subidones de Federico en las montañas galas- eran imágenes fugaces como los goles de Di Stefano o Gento pero las paladeábamos con delectación y disfrutábamos cuando el “ Águila de Toledo”, como lo bautizó el famoso director del Tour Jacques Godard, le mojaba la oreja a su rival Charly Gaul o era piropeado por monstruos franceses como Bobet o Anquetil.
El bueno de Bahamontes llenó de orgullo a más de una generación de españoles y en un viaje de estudios quinceañero a Francia, organizado por los jesuitas, los chavales nos embobábamos en la tele en blanco y negro viendo a Federico tomar un helado en plena carrera después de haber coronado un col. El ciclista nos hizo aprender parte de la geografía francesa, nombres de los deportistas, diferenciar media docena de quesos y hasta preguntarnos en nuestros sueños nocturnos si una persona como el toledano habría conocido a Brigitte Bardot o charlado con personas como Albert Camus o el general de Gaulle. Un grande como el, que se merendaba año tras año el premio de la Montaña, seguro que lo habría hecho pensábamos.
Para los que hemos cruzado la cima de los ochenta, la muerte de Bahamontes tiene un sabor agridulce. Tiene algo de la magdalena de Proust, de una época de escasas preocupaciones y muchas esperanzas ilusionantes, y tiene algo de golpe que, uniéndose a la imagen de Manolete, Blume, Argenta, Pinito del Oro, Carmen Sevilla, Pablito Calvo, La Sara de El último cuplé ...., te deja un regusto casi amargo.