Es el hombre de la semana, aunque casi nadie lo verbalice. Los que le conocen bien y los que le conocemos lo suficiente sabemos que a Pablo Iglesias la rabia ya no le cabe en el cuerpo. Que el rencor no le da tregua y le amarga la existencia, y que el estómago, ese del que hablaba este lunes, es puro ácido a pesar del bicarbonato autoimpuesto. Ahora más que nunca acabar con ella se ha convertido en una obsesión. Y no hay día que lamente no haberlo hecho cuando a lo mejor pudo hacerlo.
La declaración de intenciones de Yolanda Díaz en el Magariños este domingo -“Yo, mujer, no soy de nadie”- continúa revolviendo las tripas y la cabeza de este espejismo venido a menos. Primero creyó Iglesias que podía ser dios; después hizo ver que por el momento se conformaba con ser vicepresidente del Gobierno; más tarde fue humillado por Isabel Díaz Ayuso y apartado del mundanal ruido, vapuleado y ninguneado; y finalmente, ahora, cautivo y desarmado, cuando apenas le da para ser un telepredicador recurrente con muchos menos seguidores que antaño, recibe tamaña guantada de quien él creía obra exclusiva suya.
Su descenso a los infiernos es imparable. Su ego, su autocomplacencia, su alto concepto de sí mismo, la imagen distorsionada que le devuelve el espejo cada mañana le sigue haciendo levitar y le ha separado del mundo real. Ese en el que cada vez es más contestado, más repudiado, más apartado por esa otra izquierda -que el domingo dio la cara- y de la que él se consideraba, no se sabe muy bien por qué, el gran líder, cuando su triste realidad es que él ya no es el máster del universo y no solamente no suma, sino que resta.
Y la realidad se empeña en hacérselo ver día tras día. No soporta por ello vivir apartado del foco, no ser el centro del debate si no es para situarlo a la estela de Yolanda, no ser el niño en el bautizo y también el novio en la boda cuando lo único que realmente tiene a su alcance más pronto que tarde es acabar siendo el muerto en el entierro. Atrás han quedado ya los tiempos en el que todos giraban alrededor del dios Sol y sólo él-él-él era el camino, la verdad y la vida del que habla el Evangelio según San Juan.
La pasada semana, Ramón Espinar, ex secretario general de Podemos en la Comunidad de Madrid, ex portavoz de UP en el Senado y uno de los actuales politólogos que mejor interpreta a Iglesias, lanzaba en su cuenta de Twitter una reflexión sobre Scarface -la película dirigida por Brian de Palma con Al Pacino de protagonista- que explica a la perfección en lo que se convierten aquellos que piensan que porque un día llegaron a la cima de la montaña todo lo que había bajo sus pies ya era suyo.
“Acorralado en su mansión -escribía Espinar- con una montaña de cocaína en el escritorio y una ametralladora en cada mano, la imagen de Tony Montana en Scarface no da miedo porque el tipo intimide, sino porque es patético y porque has visto y vivido con él su caída estúpida y mezquina”.
Y en ese patetismo de Montana está anclado Iglesias. Arremetiendo e insultado sin pudor a todos aquellos que le han dado la espalda ya sean políticos, periodistas o simples mortales. Ya sea porque critican sus palabras, van a la tele de Ferreras o apoyan abiertamente a Yolanda. Seguidores, en cualquier caso, que han dejado de seguirle, de reírle las gracias y de creer en su proyecto.
“Tiene gracia -escribía en Twitter Espinar, como digo el mejor descifrador del espejismo- que esta gente haya sido la que ha construido su (enano) capital político alrededor de la idea de ‘lealtad’ cuando lo que querían decir es ‘obediencia’. Lealtad con un proyecto es anteponerlo a tus intereses, no arrastrarlo por los suelos para mantener el poder”.
Después de que Díaz gritara aquello de que quiere ser la primera presidenta de este país, Espinar ahondaba en la herida al escribir que había que dejarla hacer, remar y apoyarla “Y si la rabia no te deja -acababa- por lo menos apártate y deja hacer”.
No está la bilis de Pablo Iglesias para apartarse y dejar hacer. No. No es lo suyo y en su desprendimiento es capaz de llevarse todo por delante antes que quedar como el gran perdedor de esta otra izquierda que ya no cree en él. Este espejismo andante siempre se ha desenvuelto bien en ese peligroso mejor cuanto peor, al que ahora se dirigirá a toda leche, ya lo verán, si al final la dura realidad no sólo no coincide con sus sueños sino que choca de lleno con sus peores pesadillas.