Darse tantas veces contra un muro, sobre todo cuando no se trata de uno metafórico, ha de resultar sencillamente devastador. Pablo Ibar acaba de ver cómo, una vez más, el castillo judicial estadounidense ha plegado el puente levadizo, sin argumentos de tanto peso como los suyos, negando a su defensa el acceso a un nuevo juicio. Mientras, el tiempo transcurre asimismo implacable y aunque el condenado ya no tenga que asistir a su paso desde el corredor de la muerte, este enésimo varapalo judicial confirmando la cadena perpetua que cumple en la prisión de Okeechobee supone un reto solo apto para espíritus de extraordinaria resistencia. La suya, intramuros, insistiendo en su inocencia; la de su padre, su mujer, los dos hijos a los que no conoce en libertad y el resto del entorno que no ha dejado de creerle y apoyarle, extramuros. Y con el abogado Joe Nascimento, insistiendo a su vez en la falta de pruebas, a los mandos de cada batalla en el Tribunal de turno.
En esta ocasión, el de Apelaciones del Cuarto Distrito de Florida. Y aunque de cara al cliente la “misión” del abogado pase también por prepararle para lo peor, lo cierto es que esta vez, tras la vista del pasado 28 de febrero, el letrado se había sumado al optimismo de la familia. Hasta que la obstinada realidad de la “injusticia” que llevan casi tres décadas denunciando volvió a decantarse hacia la “otra parte”, siempre cargada de más preguntas que respuestas. El Tribunal denegó esta semana su petición para repetir el juicio, confirmando la condena a cadena perpetua resultante del último, el cuarto, que al menos sirvió para sacar a Ibar de los pasillos malditos que conducen a la muerte legal y pudiera seguir luchando. La alargada sombra del fiscal Chuck Morton, secundada por el juez Dennis Bailey – ambos cuestionados por razones más que justificadas, cada uno en su momento, juntos o por separado - oscurece cada paso y muestra, sin duda, su propia y nada desdeñable “resistencia”. Dos bandos enfrentados en una guerra desigual que desdibuja los contornos de la justicia entendida como la prueba irrefutable, más allá de cualquier duda, de que el condenado es el verdadero culpable.
Chuck Morton fue el fiscal del juicio que logró finalmente la condena de Pablo Ibar después de que el primer juicio del caso fuera declarado nulo por falta de unanimidad en el veredicto del jurado y de que el segundo también lo fuera, por mala praxis del abogado de oficio del acusado. Por eso, cuando en 2016 el Tribunal Supremo de Florida mandó anular también el tercer juicio, el que él había ganado, y celebrar uno nuevo, el competitivo e implacable fiscal se declaró adalid de una guerra que únicamente debería ser de la administración de justicia y no de las personas encargadas de hacer que se administre. Sin embargo, para Morton, ya jubilado, la decisión del alto tribunal fundamentada en el cúmulo de “pruebas exculpatorias y en irregularidades procesales obvias que obligaban a celebrar un nuevo juicio”, suponía un borrón en su carrera y no estaba dispuesto a permitirlo, por mucho que las imágenes de la cámara que en 1994 grabó el crimen siguieran siendo igual de borrosas.
En definitiva, Morton se tomó aquella anulación como algo personal – partimos de su convencimiento en la culpabilidad de Ibar, por supuesto – hasta el punto de volver a la Sala, hecho ya de por sí inaudito, para enfrentarse otra vez a ese condenado “rebelde” que seguía dando la batalla. Y, para apuntalar definitivamente el asunto, en el juicio de 2018 se sacó un crucial as de la manga. De manera sorprendente, la camiseta con la que el asesino aparecía tapándose el rostro en las imágenes que grabaron el cruel asesinato y en la que nunca se halló ADN de Ibar, ahora sí tenía rastro biológico del acusado. ¿Cómo era posible que en todos estos años el único ADN encontrado en la prenda correspondiera a un varón desconocido y ahora tuviera también ADN de Ibar? La explicación parecía sencilla, al menos para los peritos de la defensa: se trataba de una trasferencia.
Si ya resultaba sorprendente que apareciera ADN del acusado en un sitio donde nunca estuvo, más lo fue que el juez designado para repetir el juicio, Dennis Bailey, decidiera admitir la “prueba” tantos años después. A su vez, el juez tampoco había encajado bien que su elección hubiera sido controvertida y que la defensa de Ibar lo hubiera recusado por haber trabajado como fiscal auxiliar en la misma oficina que Morton. Sin embargo, el tribunal de apelaciones de Florida denegó la recusación porque, a su juicio, la relación profesional entre ambos había tenido lugar hacía mucho tiempo y el cuarto juicio empezó. Con un juez carilargo del que no se fiaba la defensa, una prueba que aparecía 24 años después de los hechos y el regreso del fiscal “estrella”, jubilado en 2013, insistiendo en pedir la pena de muerte para Ibar por los asesinatos de Casimir Sucharsky, dueño de un club nocturno de Miami, y las modelos Sharon Anderson y Marie Rogers el 27 de junio de 1994.
La elección de los doce miembros del jurado provocó también las quejas de la defensa. Igual que las provocó el alegato final del fiscal Morton, una actuación digna de estatuilla. Con voz grave, advirtió al jurado de que no debía sentirse influenciado por la presencia de la prensa, a la vez que intentaba echar por tierra los testimonios de expertos en reconocimiento facial y ADN de la defensa citando un verso de la canción de Bob Dylan «Subterranean Homesick Blues»: “No se necesita al hombre del tiempo para saber hacia dónde va el viento”. Después, con la fotografía de Pablo Ibar en una mano, Morton reprodujo el vídeo - 27 minutos en blanco y negro de ínfima calidad - de los asesinatos, apuntando con el dedo la cara borrosa del asesino mientras pronunciaba sin cesar el nombre del acusado. Una y otra vez. Hasta que finalizó, acercándose aún más al jurado para rogarle, apuntando al acusado sin mirarle: “¡No dejen libre a este asesino!”. La protesta de la defensa contra una “calificación” que no le correspondía hacer al fiscal y su petición para que el juicio fuera anulado en ese mismo momento, fueron rechazadas de inmediato por el juez Bailey.
En el tercer día de deliberaciones, el jurado pidió que se leyeran los testimonios de dos expertos, uno de la Fiscalía y otro de la acusación, sobre el hallazgo del ADN de Ibar en la camiseta del asesino. No era buena señal. Además de la poderosa intervención de Morton - primer fiscal negro del condado de Broward cuando fue nombrado en 1976 -, la nueva prueba iba a tener, contra todo pronóstico, un peso fundamental para que el veredicto resultara finalmente válido. Es decir, unánime. Para la defensa de Ibar, parecía imposible que el jurado no viera, al menos, una duda razonable en el hallazgo de ADN del acusado tantos años después y solo en un punto concreto de la prenda. Se antojaba imposible que no aceptaran los dictámenes de los peritos que señalaron que se trataba de un caso claro de contaminación de la prueba durante la custodia o las declaraciones de los expertos del laboratorio, admitiendo que la bolsa que guardaba la prenda no estaba sellada. Sin embargo, así fue.
La defensa tenía que demostrar una vez más que Ibar, tampoco en esa cuarta ocasión, había tenido un juicio justo. Y lo hizo cuestionando las decisiones del juez Bailey, que no permitió sacar durante el juicio asuntos planteados por la defensa, como la exoneración de Seth Peñalver o la desaparición de otras cintas de vídeo que la defensa consideraba claves, así como su permisividad con el alegato final del fiscal Morton, quien volvió de nuevo triunfante a su tranquilo retiro. Joe Nascimento, sin embargo, continuó trabajando y preparó los doce motivos jurídicos para demostrar “los errores” que se sucedieron en el juicio por el que Ibar esquivó la pena de muerte a cambio de seguir durante toda su vida en prisión. La “insuficiente” prueba de ADN localizada en la camiseta, la falta de vínculo con los asesinados, la “inconsistencia de la declaración” de un testigo clave para la Fiscalía y que uno de los miembros del jurado se arrepintiera públicamente de su voto condenatorio denunciando las presiones que le llevaron a emitirlo fueron algunos de esos doce argumentos en los que se basó a petición de un nuevo juicio.
Parecían más que suficientes. De ahí la esperanza que incluso Joe Nascimento se permitió compartir con la familia y también la razón de que el mazazo haya sido de inesperadas dimensiones. Porque la Sala ha desestimado todos los argumentos de la defensa, justificando su negativa solo en relación a uno de ellos. En concreto, el que se acusaba al juez Dennis Bailey de parcialidad en la actuación con el jurado que denunció haber sufrido presiones por parte de sus compañeros para que emitiera un voto favorable a la condena y confesó en redes sociales que se arrepentía. Para el Tribunal de Apelación del Cuarto Distrito de Florida, sin embargo, esto solo “revela que el miembro del jurado simplemente se arrepintió de su veredicto. El mero remordimiento de un miembro del jurado es insuficiente para justificar una intromisión en las deliberaciones del jurado”.
Para la defensa, al no explicar su decisión sobre las otras 11 cuestiones en el escrito, el Tribunal de Apelación estaba perjudicando sustancialmente la capacidad de Ibar de solicitar una revisión por parte del Tribunal Supremo de Florida. Los magistrados de la apelación no tardaron en responder al letrado: “Este tribunal no tiene obligación de pronunciarse sobre cada argumento de la defensa, puede decir simplemente que los rechaza, como ha hecho con todos los motivos menos uno”. ¿Y ahora? ¿Cuál es el siguiente paso? Pedir precisamente eso que a lo que el tribunal de apelación ha dicho no tener obligación: un auto que aborde todas las cuestiones para poder apelar posteriormente ante el Supremo de Florida, el mismo que anuló la condena del otro acusado en este caso, Seth Peñalver, en 2006, y anuló asimismo la condena anterior de Ibar en 2016 y la sustituyó por cadena perpetua. Mientras, el tiempo sigue pasando y el camino se ve estos días terriblemente largo y escarpado.