Pablo Casado, el hombre que quizá nunca existió

Pablo Casado, el día de su despedida.

EFEPablo Casado, el día de su despedida.

Pedro Sánchez y Pablo Casado tienen en común un aspecto muy concreto de sus biografías políticas. A los dos los eligieron los militantes de sus respectivos partidos y a los dos los echaron los dirigentes de estos. Y ambos, también, cayeron bajo las puñaladas de los brutos que formaban parte de sus círculos de confianza en el momento de los magnicidios. Pero las similitudes se acaban aquí.

Porque Sánchez levantó cabeza, borró de su cara las lágrimas que derramó aquel 1 de octubre de 2016 cuando lo expulsaron de Ferraz, volvió a lomos de un viejo Peugeot 407 y la militancia del PSOE, 251 días después, le eligió nuevamente secretario general humillando a Susana Díaz, la mentora de su caída y favorita del aparato y hasta de la historia socialista. Después vinieron los ajustes de cuentas, que siempre los hay y más cuando la traición vuela bajo, y hasta los actos de benevolencia y piedad en un hombre que no se caracteriza ni por lo uno ni por lo otro.

Casado, que para su desgracia sigue sin comprender todavía lo sucedido hace un año, ni está ni volverá a estar. Lo suyo ha sido un ajusticiamiento al amanecer y para los malditos como él, dicen ahora en el partido conservador, no hay paz, ni piedad, ni benevolencia posible. Su único camino es la desaparición absoluta; quizá incluso no haber ni tan siquiera existido. Al contrario que el actual presidente del Gobierno, él no volverá de entre los muertos y transita con el peligro evidente de diluirse entre los vivos.

Este 23 de febrero se cumple el primer aniversario del día en el que la presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso enterró en vida a su antiguo querido amigo y principal patrocinador de su carrera política. Su ataque frontal contra el entonces ‘número 1’ del PP, para defender el honor perdido de su hermano Tomás que en los peores días de la pandemia dio un pelotazo de 234.000 euros vendiendo mascarillas a la Comunidad de Madrid que presidía ella, puso en marcha uno de los mayores ejercicios de traición, deslealtad y obscenidad política de la reciente historia de nuestro país.

Cuando el 18 de febrero del pasado año Pablo Casado criticó en la cadena COPE la dudosa ética de contratar con tu hermana cuando están muriendo 700 personas al día para ganar mucho dinero por no hacer casi nada, el presidente del Partido Popular empezó a dejar de serlo.

La ambición desmedida de Isabel Díaz Ayuso y la tambaleante lealtad del entorno de Casado -que papelón el del alcalde Almeida- y de la mayoría de los barones regionales, con Núñez Feijóo a la cabeza pese a los almuerzos de aniversario, acabaron con el presidente de forma rápida y aséptica. A esto hay que sumar que el finado se quedó sin apenas munición recién comenzada la refriega. Con un simple par de collejas lo sacaron de la ecuación, dicen en el PP. Con él de candidato, el éxito electoral en las próximas generales no estaba ni mucho menos asegurado, añaden.

Hay que decir de antemano que Pablo Casado fue un presidente débil y un tanto arrático que cometió un sinfín de errores que le condenaron a la puerta de salida. De entrada, nunca fue un auténtico líder; eliminó a demasiada gente valiosa por el simple hecho de no ser de los suyos; tampoco supo calibrar su auténtico poder en el partido y no midió la consecuencias de menospreciar y ningunear torpemente y sin necesidad a la presidenta madrileña, mucho más depredadora y voraz que él y con infinitamente más apoyos mediáticos, pagados a buen precio, que el presidente del partido.

Casado tampoco fue capaz, además, de adivinar que los peores enemigos, al margen de la nueva lideresa, los tenía a su lado. Demostró también una inseguridad impropia en un dirigente que aspira a gobernar el país y lo más inquietante y grave de todo, especialmente en quienes se dedican a este trabajo de alto riesgo, no tuvo en cuenta algo tan simple como el factor humano y el espíritu camaleónico de quienes tienen que buscarse la vida cada cuatro años y por lo tanto con una lealtad sujeta a los movimientos del mercado. Y esto, viviendo rodeado de políticos para quienes no hay prácticamente principios inquebrantables, es un error de bulto que descalifica al interesado.

El presidente popular se dio cuenta demasiado tarde, cuando ya no había solución posible, de que el asesino habitaba dentro de él y de que vivía rodeado por elementos incontrolables de esa vieja-nueva-vieja política que rinde culto al conocido axioma de Groucho Marx: “Estos son mis principios, pero si no les gustan tengo otros”.

Por eso, cuando minutos después de su entrevista en la COPE empezó a recibir whatsapp halagadores sobre sus palabras, él cometió el tremendo error de creérselos.

Según publicaba El País este fin de semana, en una información firmada por Javier Casqueiro, el entorno de Casado se deshizo en elogios tras aquella intervención radiofónica. “Gran entrevista. Con claridad, seriedad y verdad”, rezaba el whatsapp que le envió Cuca Gamarra a su presidente apenas 72 horas antes de participar en su asesinato político.

“Pablo, siempre ganas cuando además de con la razón hablas con el corazón. Hoy lo has hecho. Enhorabuena”, podía leerse también en el que le envío Javier Maroto, otro colaborador necesario en su aniquilamiento. A ambos el entonces presidente los había aupado a las portavocías del PP en el Congreso y en el Senado, donde ahora continúan sirviendo a la nueva dirección.

La palabra lealtad no suele aparecer en el diccionario del buen político. Tampoco en el del político mediocre. Ni tan siquiera, seamos sinceros, en el del político a secas. La lealtad es un principio en desuso. Por ello, lo sucedido a Pablo Casado, el hombre que quizá nunca existió, formaba parte de un escenario más que probable y lógico para todos menos para él.

Por lo tanto no es de extrañar que en apenas unas horas Gamarra y Maroto, sus hasta entonces leales, pasaran de afirmar que su presidente había dicho “la verdad” y que tenía “razón” en su denuncia contra Ayuso a pedir y obtener su cabeza, su sillón y hasta su dignidad. Como muy bien ha resumido Cuca Gamarra estos últimos días, hicieron lo que tenían que hacer.

Y es que cada vez son más los políticos que hacen lo que tienen que hacer en lugar de lo que deberían hacer. Pablo Casado, en su despedida del Congreso de los Diputados hace ahora un año, hizo lo que le tocaba a alguien tan anticuado y bienintencionado como él. “Entiendo la política -dijo en su última intervención- desde la defensa de los más nobles principios y valores, el respeto a los adversarios y la entrega a los compañeros…”

Estos compañeros que, puestos en pie, aplaudieron sin pudor y sin vergüenza alguna al hombre al que acababan de matar y que poco a poco, muy lentamente, empezó a desdibujarse hasta desaparecer completamente. Aplausos obscenos en defensa de los más nobles principios y valores.