Ve con Dios, torero

Ve con Dios, torero

Mondeño, en capilla

En la noche de Reyes se nos fue Mondeño, el último (y único) asceta que ha conocido la historia del toreo, la bondad en carne mortal vestida de luces. Un torero original, autodidacta, y un hombre de recia personalidad, aparentemente impenetrable. Llegó al toreo cuando todavía estaba fresco el recuerdo de Manolete y Antonio Ordóñez oponía su arte deslumbrante frente al magisterio de su cuñado Luis Miguel, cuando Aparicio y Litri llenaban las Plazas, descollaban Ostos y Gregorio Sánchez y emergían los jóvenes de la trilogía Puerta, Camino y El Viti; es decir, cuando aún no había estallado una mina de racimo que se apodaba El Cordobés. Juan García Jiménez, Mondeño llegó a compartir carteles con todos ellos, lo cual da idea de la categoría de este carismático y críptico torero, nacido en el seno de una familia refugiada en su penuria económica. Curiosamente, no he llegado a averiguar el porqué del apodo. Quizá fuera porque su familia procedía de Monda, un bello pueblo malagueño de blancores apretados, y emigró en busca de mejor fortuna hasta la muy flamenca y torera región de la Baja Andalucía que llaman “los Puertos”, afincándose en el que se apellida Real. Una familia de mondeños –solo es una suposición, una ocurrencia—que darían dos toreros, el segundo de los cuales llamado José y apodado Mondeño II, no llegó a alcanzar la fama y el prestigio de su hermano mayor.

A Juan le vi torear muy pocas veces, pero recuerdo vagamente su hieratismo ante los toros, su figura erecta –que no juncal—y sus zapatillas atornilladas en la arena; pero sobre todo, llamó mi atención el artilugio de hierro que llevaba en la pierna, a la altura de la pantorrilla, ascendiendo por la media para culminar antes de los machos de la taleguilla y acabar en una especie de hebillón. Era, según dijeron, el mejor y único modo –receta “casera”-- para que el torero pudiera moverse por el ruedo con cierta soltura, pues las secuelas de una dolorosa cornada, recibida cuando era novillero en Zafra (le afectó al nervio ciático) le impedían apoyar el talón sin ver las estrellas. Sin que ello deba considerarse causa principal de su forma de torear, dicho mecanismo bien pudo dar forma a una original versión de la manoletina de Manolete para dar paso a la  mondeñina, un pase en el que el torero citaba al toro a pies juntos, de perfil, tomando por su espalda el pico de tela de la muleta que asoma junto a la pieza roscada del estaquillador, y dejaba que el pitón y la pala del cuerno pasaran rozando el raso del calzón, lo cual añadía a la suerte un plus de riesgo y una dosis emocional inevitable.

Mondeño fue un hombre cercano, bondadoso, de trato amable, y un torero esencialmente distinto al resto de los toreros de su generación. Fue inevitable su comparación Manolete, pero no había caso. Juan García se hizo torero para sacar de la penuria a la familia y, también, para expresar un concepto del arte radicalmente distinto al de sus coetáneos. Un innato sentido de la discreción le hizo mantenerse al margen del taurinismo de francachela. Tomaba rancho aparte. Su tendencia vocacional por los valores cristianos le llevó a dejar los ruedos y tomar los hábitos en una Orden de los Dominicos, con el consecuente revuelo entre la gente de coleta; pero la experiencia no debió colmar sus expectativas, porque también colgó el hábito y volvió a enfundare el chispeante. Tal ocurrió entre mediados de los años 60, toreó hasta el 69 y se fue en silencio, en busca de su propia espiritualidad, pero vestido de paisano.

Una mañana de abril del año 2000, me encontré con Juan García Mondeño en el Real de la Feria de Sevilla. Ante la noticia de su muerte, alguien ha rescatado y publicado en las redes sociales unos fragmentos de aquél encuentro, entonces emitido en directo para Televisión Española. Ahí se puede ver a un hombre con atildado atuendo, pelo encanecido y una permanente sonrisa, blanca y limpia. Le presenté a Finito de Córdoba, matador de toros y a Eduardo Dávila Miura, entonces novillero. Hablamos distendidos, con fondo de guitarra, palmas y jarana. No quiere ir a los toros. Sufre. Él siempre quiso ver a la gente feliz y le  incomoda contemplar a los toreros burlando a la muerte. Sabe el miedo que se pasa ante el toro y conoce la responsabilidad que acarrea satisfacer a los públicos. Me dijo que vivía en pleno centro de Paris y que había llegado a Sevilla a disfrutar de su finquita del Aljarafe. Acaba de morir en Sanlúcar la Mayor, prácticamente el día de su 89 cumpleaños uno de los toreros más enigmáticos de la historia de la Fiesta. Se ha ido en paz, no me cabe duda. Un ser humano que ha sido capaz de buscar la perfección moral en la vida cotidiana dentro y fuera de los ruedos y la espiritual en la lobreguez de un convento, merece el máximo respeto. Un tipo irrepetible, Mondeño. Ve con Dios, torero. Seguro que se alegra de tu llegada.