¿Hoy es la de la Prensa, no?, me pregunta un colega a guisa de saludo cuando no he terminado de arrellanarme en la almohadilla. En efecto, así está registrada en la cartelería de la feria de San Isidro, sacada del abono, para darle mayor lustre y carácter especial. Corrida que antaño (y no tan antaño) fuera de alto boato, por el prestigio que reportaba a la torería disputar en el ruedo la muy afamada Oreja de Oro que concedía nuestra Asociación, a cambio de que se limpiaran las telarañas de sus paupérrimas arcas, siquiera fuera una vez al año. Al parecer, el boato ha sido arrollado por el tsunami de la crisis, porque en esta edición ni los chicos de la Prensa hemos sido notificados de la elaboración de festejo ni por supuesto de los pormenores y pormayores del evento, lo cual, dicho sea de paso, me trae al pairo. Me apena, sin embargo, que una corrida de toros calificada de “extraordinaria” en los carteles haya llegado a caer en brazos de la ordinariez, que es cosa bien distinta.
Plúmbea corrida de El Montecillo, el nuevo hierro de Paco Medina. Toros de muy respetable arboladura, generosos de cuerpo, pero vacios de alma. ¿Acaso tienen alma los toros? Probablemente. De tenerla, los bravos deberían salvarla en el Olimpo de sus dioses y los mansos condenarla a la negrura de sus avernos o al seno del buey Apis, pongo por caso.
El que no debe tener alma es ese tipo de toro ni manso ni bravo, ni blando ni fuerte, ni chicha ni limoná, por mucho que reviente la báscula en el embarcadero y la cornamenta apenas halle acomodo en el interior del jaulón. Es el toro del que hacen apología algunas gentes de coleta, los que se ponen delante, y otros que hacen cola desde atrás (algunos ganaderos) que tan poco gustan de generar complicaciones. Es el toro “chochón”, espécimen bovino por el fenotipo que presenta, pero que aburre a las ovejas.
Ayer, de El Montecillo salieron cinco “chochones” de bello y variado pelaje, abundante masa corporal y más leña en la testa que el horno de una tahona. Se dejaron pegar en varas sin despertar mayores inquietudes a los de arriba y a los de abajo. ¿Y qué? Al final, en distinto grado, resulta que todos eran “chochones”: huidizos, descompuestos, anodinos, ayunos de codicia y de arrítmicas embestidas. Algunos, como el tercero, mostraban mutante comportamiento, y tan pronto arreaba arisco y mohíno como se desentendía de la muleta de Fandiño. O como el cuarto, que parecía abocado a cumplir el deber genético que “obligaba” a cumplir el penoso cometido de seguir un trapo rojo. Como diría un castizo una “aburrición” de toros. Y la tal “aburrición” contagió de tal modo al público que el paisaje de los tendidos mostraba más gentes interesadas en lo que aparecía en la pantalla del iphone que lo que ocurría sobre la arena de miga del ruedo de las Ventas.
El Cid, aprovechó los viajes a favor de querencia del tostado que abrió la corrida y acompañaba la huída del toro hacia los adentros, o sea, un paripé voluntarioso ante la adversidad. Y el grandote cuarto iba y venía sin el menor interés por el bueno de Manuel y su generosa muleta.
Jiménez pegó decenas de pases al segundo, lánguido el cuerpo y dormido el sentimiento. Pase va, pase viene, con pulcritud, pero sin profundidad, mientras el “chochón” hacía tiempo para que el de Fuenlabrada le metiera la espada y acabara con un rosario de muletazos administrados sin devoción y recibidos por el público sin el menor interés. Al quinto, de cuerna tridimensional, terrorífica, le intentó convencer de que debía acreditar su buena reata y regalada crianza, pero este tipo de toros “chochones”, distraídos y grandullones, suelen tener mala memoria.
Antes de que el clarín anunciara la última suelta de chiqueros la tarde parecía irremediablemente envuelta en el manto del aburrimiento. Iván Fandiño se las había visto antes con un toro de mutante comportamiento, “chochón” huidizo que se pegó un volatín y se quedó tan fresco. En esas estábamos, haciendo resúmenes de urgencia cuando salió al ruedo el sexto toro. Un buey, oiga…; pero por ese misterio que envuelve al toro de lidia, resulta que el torazo llegado de los campos de Orgaz se arranca al caballo de picar y le pega un tremendo tantarantán, escupiendo de la silla al piquero. Y ahora, va y mete la cara por abajo. ¡Atiza, éste no va a ser “chochón”! Así lo vio Fandiño, que es torero de raza y de cante grande, cuando la ocasión lo requiere; así que le presentó la muleta y corrió la mano con prestancia en tres tandas en redondo y una de naturales, que no fueron de alto calado, pero dejaron vislumbrar un taraje de esperanza en el despeñadero de la tarde. A él se agarró el torero y el público, que supo valorar la mejor condición del toro y la magnífica actitud del torero. No es que Fandiño acabara con el cuadro, pero sí con el toro de un volapié por lo alto que provocó un tremolar de pañuelos. Oreja justa, que por ser corrida de la Prensa debería de completarse con la de Oro de toda la vida. Desde luego, para Fandiño, la peluda del toro del Montecillo, también lo es.
Madrid. Corrida de La Prensa. Tres cuartos de entrada.
Toros: El Montecillo, con mucha romana y generosa arboladura, en general vacíos de casta y de anodino comportamiento. El sexto, con un punto de fijeza y de nobleza se dejó torear.
Toreros: El Cid (de cobalto y oro), Estocada y dos descabellos (Silencio), pinchazo, estocada y descabello (aviso y silencio). César Jiménez (de rosa y plata), estocada al encuentro y descabello (aviso y silencio), tres pinchazos y media caída (silencio) e Iván Fandiño (de malva y oro), pinchazo, media y descabello (aviso y silencio) y gran estocada (oreja).