Para cualquier ejerciente de los distintos géneros periodísticos, nos hay nada más penoso que escribir sobre el aburrimiento. En la RAE nos lo advierten: cansancio, fastidio, tedio originados por no contar con algo que distraiga y divierta. Ejemplo, añado por cuenta: la decimoquinta corrida de la feria de San Isidro. La niña bonita, la de cartel prometedor, con un torero consolidado (Castella), otro en plan emergente (Luque) y la novedad mexicana de Silveti (ilustre apellido de la torería de aquella tierra), con toros de Núñez del Cuvillo, propietario- productor de la factoría de bravo más lucrativa del momento, se lo puedo asegurar. Pues nada: aburrimiento al por mayor. Aburrimiento de principio a fin. Aburrimiento pegajoso, por la calorina que sofoca como nunca en la plaza de las Ventas.
La “juampedrada” de ayer no fue más que un anticipo de lo que vendría a continuación. Más de lo mismo. Empezaron a salir por chiqueros toros escurridos de carnes, culopollos y de pescuezo atablado, cariavacados (eso sí, generosos de cuerna, como si la materia córnea y muerta no tuviera que estar en sintonía con la materia viva y carnosa) y empezaron a soliviantarse los ánimos. Uno tras otro, sirvieron de yesca para encender la protesta. Se veía venir.
La definición de “trapío” en el toro de lidia (tan subjetiva de tan minuciosa) reside simplemente en otra palabra: seriedad. Y la seriedad se halla desde el brillo esférico del ojo a las últimas cerdas del rabo. Pues bien, algunos “cuvillos” de ayer (primero, segundo y tercero, especialmente) aunque de apreciable dimensión pitonuda eran demasiada poca cosa para la estampa que demanda esta plaza. De los tres, solo fue devuelto uno, el segundo, y al final, también se cargaron al sexto que pasaba el corte de la exigencia por los pelos. De ello se deduce que salieron al ruedo los dos sobreros reglamentarios, pero pudieron salir más toros, ya que el ambiente estaba con el ceño fruncido y también fueron reprobados ambos reservas, aunque con menos vehemencia que los titulares.
La tarde de toros empezó con los ánimos exaltados y terminó con los espectadores mirando distraídamente, pero con cierta ansiedad los vomitorios de salida, esto es, buscando precipitadamente la huída hacia la libertad, una vez deshebilladas las fallebas del aburrimiento. Fue el argumento y el desenlace de una tarde revirada.
Entrambos, el nudo de la cuestión se fue gestando con la indudable buena voluntad e los toreros. Diego Silveti llegó a Madrid para confirmar alternativa y salió vestido “de durse”, inmaculado su terno bordado en oro, para terminar el otro paseíllo, el que se hace al terminar la corrida en sentido inverso, con la decepción sobre el antebrazo, junto al doblez de su capote de paseo. De este Diego a su bisabuelo Juan, van cuatro generaciones de “silvetis” toreros y todo un mundo en lo que a concepto del toreo se refiere. Al fundador le llamaron “Tigre de Guanajuato”, por su arriscado comportamiento dentro y fuera de los ruedos: voz cavernosa, puro y sarape o jorongo en el paseíllo, mechón retador sobre la frente y un anecdotario tan rico, tan rico, que si se llevara a la telenovela pulverizaría el share de la sobremesa. Del tigre al bisnieto hay un abismo en las formas y en el sabor, como del montaraz al urbano, como del tocino al jamón. Pero ayer en Madrid, el último Silveti solo se llevó unas palmas de consolación. Se le vio reposado y centrado con el toro de la confirmación, un cuvillo flacón, noble y flojo ruidosamente protestado y exhibió buen corte de torero. Le faltó la confección, quiero decir, la confección de una faena que confirmara a su vez el porte de su apellido, cosa que no pudo alcanzar en el sexto, sobrero de Salvador Domecq que fue toro bronco y rebrincón al que no pudo domeñar, ni torear a gusto, pese a su evidente esfuerzo. Algo similar a lo de Luque, que hubo de soportar los “olés” de esa guasa reventadora que se gasta en esta plaza, todo por la poca presencia de un cuvillo escurrido de carnes y armado en plan cabra, pero que fue encastadito y tuvo mucha movilidad; y en las cercanías del insulso toro jugado en quinto lugar, que se paraba constantemente, como si quisiera ser partícipe del aburrimiento.
Abramos una clarita en la tarde revirada. El cuarto toro también fue protestado, más por la inercia apuntada que por argumentos fehacientes. Fue un toro aceptable de presencia que, además, se movió en los tres tercios codicioso, bravo y encastado. ¿Salvó la honra del ganadero? Quiá, mireusté: un grano no hace granero. Pero hay que anotar la entrega de Castella en una faena de largo-larguísimo metraje, con tandas por ambos pitones que el cuvillo tomó con la cara abajo, viaje largo y repetidor y acusada nobleza. Sebastián Castella toreó más templado y reunido que otras veces, pero se pasó tres pueblos con la faena y mató deficientemente. Con el sobrero cinqueño de Carmen Segovia, también protestado, corto de fuelle y de raza, aburrieron ambos.
Fue tarde perdida en la vulgaridad, que es el peor de los perdederos. Cuando se arrastró al último toro, el bocarón de la plaza era un bostezo gigantesco. Las tardes reviradas suelen acabar así.
Madrid. Feria de San Isidro. 15ª de abono. Casi lleno.
Toros: Joaquín Núñez del Cuvillo, mal presentados, carentes de trapío, al menos los tres primeros. Más aceptables los restantes. Devueltos segundo y sexto, fueron sustituidos por dos cinqueños, uno de Carmen Segovia, escaso de raza y de fuerza y otro de Salvador Domecq, bronco y difícil.
Toreros: Sebastián Castella (de turquesa y oro), bajonazo (silencio) y pinchazo y media defectuosa (dos avisos y ovación); Daniel Luque (de fucsia y oro), pinchazo y estocada (silencio) y media estocada y descabello (silencio) y Diego Silveti, que confirmaba alternativa, (de blanco y oro), dos pinchazos y estocada (aplausos) y estocada tendida y desprendida (silencio).