Uceda y Castella (herido) se llevan la tarde 'de Morante'

Plaza 1Morante, entre reflexivo y melancólico

Media hora antes de la corrida, una multitud amorfa rodeaba la Plaza de Las Ventas. Miles de cabezas mosconeaban entre codazos y las miradas se atollaban de tanta gente guapa, tanto famoso y tanto influencer con iPhone de última generación. Las corridas de lujo traen estas expectaciones desbordantes, dentro de las cuales se amartelan no pocas dosis de frivolidad y vanidosa suficiencia con aficionados de fino instinto que no se quieren perder el acontecimiento. La de ayer, era la tarde en que Morante debía dar cumplida respuesta a esa facción de la afición de Madrid que lleva mes y pico preguntándose si fue para tanto “lo de Sevilla”; algunos, los más escépticos, con el pin de Santo Tomás prendido en la solapa; pero, al propio tiempo, también debía alimentar con la ambrosía de su arte inimitable a ese ejército de morantistas que vino a Madrid a ver a su ídolo ratificar su mando en Plaza en el generalato taurino

Minutos antes de que sonara el clarín, en el patio de cuadrillas no había un alma vestida de luces. Todos los toreros se hallaban instalados en la Sala que se abre según entran en el claroscuro de ese patio, a mano derecha. Dirísase recluidos. Madrid, en tardes de cartel de lujo, es pesante como ninguna otra capital del mundo taurino. Madrid, atenaza, comprime y quebranta los sentidos del más pintón, jacarandoso y jaquetón de los toreros. Madrid… es Madrid. Llegó la hora: ¡Tararí!

La corrida prevista de la ganadería de Toros de El Torero hubo de completarse con un toro de José Vázquez. Cosas de los reconocimientos que, por cierto, están siendo muy contestadas por algunos ganaderos. Por lo que dicen, se echan para atrás toros más que válidos para ser lidiados en esta Plaza; pero desde luego, el que lucía el hierro de José Vázquez, jugado en tercer lugar, desentonaba en tipo y seriedad con el resto de los titulares del cartel y fue justamente protestado por el público. Nada que oponer a los dichos titulares, porque, salvo la desmesura córnea del cuarto toro, el resto imponía el respeto que debe imponer en la Plaza y la Feria de esta categoría. En cambio, el carácter de estos toros oriundos de lejanas vacadas criadas en los prados de la Janda, fue variado en extremo: el segundo de lidia acusó falta de celo, prodigando miradas a la defensiva, y el que cerró la corrida se mostró ayuno de fijeza, astuto y certero, mientras el cuarto se dejó parte de la vida en el peto del caballo y en la vara de picar manejada por Pedro Iturralde. El resto todo fueron embestidas bonancibles y encastadas del lote de remezclados domecqs.

De lo dicho se infiere que el mejor cupo cayó en manos de Uceda Leal, que tardó demasiado en meter en la canasta de su muleta la nobleza del toro que abrió el festejo. Fue éste un toro noble, de los que pasan y pasan, sin molestar demasiado –dicho sea con todas las reservas—a quien debe encargarse de que ese pasar, esos pases encadenados, lleguen a emocionar a quienes se sientan en los graderíos. No acabó de lograrlo Uceda, y su actuación tuvo altibajos constantes, si bien dejó algunos pasajes de bella compostura. Lo peor --¡quién lo iba a decir!-- fue el manejo de la espada: cinco pinchazos precedieron a la estocada final. Aviso al canto.

Cuando apareció en el ruedo el cuarto toro, impresionó al público su descomunal cornamenta: dos bielgos de amplia mazorca, pala retorcida y encarada hacia afuera, y pitón largo, apuntando a los cielos. El Buey Apis, toro sagrado de los egipcios, parecía. Tanto cuerno imponía, pero su boyantía –que viene de buey— fue una bendición para el torero. José Ignacio Uceda Leal, estuvo demasiado tiempo intentando averiguar el terreno más apropiado para escenificar la faena, y cuando pareció conseguirlo fue trazando series de pases en redondo de escaso contenido --tres y el de pecho--, cuando el toro parecía admitir mayor continuidad. Todos ellos, los asumió el Apis tomando la muleta por abajo, incluso “haciendo el avión”. Toro para poner Las Ventas boca abajo. Se le aplaudió a rabiar al torero, pero no alcanzó la apoteosis. Eso sí, lo mató como lo que es José Ignacio: un consumado intérprete del volapié. Y la oreja fue a parar a sus manos.

Nada más abrirse de capa Morante ante el segundo toro, todo el mundo –todo, no; pero sí la inmensa mayoría—también abrió el fardel de “oles” que se traía de casa, y los lances –discretos, no más-- del de la Puebla se vieron acompañados por una coreografía impostada. No era toro para enjundias, ni duendes, ni delirium tremens; era toro para estudiarlo con tiento. Y eso fue lo que hizo Morante, estudiarlo y plantearlo sobre la pizarra de su muleta… para suspenderlo en seguida con un cero patatero, y ante la precaución por lo que pudiera pasar más tarde, la estocada rinconera no levantó demasiadas repulsas. En cambio en el quinto, un toro rabón, serio, aleonado e impulsivo, los decibelios subieron de forma considerable. José Antonio dejó que el toro saliera desmadejado de la suerte de varas y se limitó a esperar que se alejara de la pelea y le pidiera la muerte a mugidos sordos, cosa que certificó con una estocada casi entera, previo pinchazo doble. La bronca, adquirió por elevación el apelativo de “gran”, apócope de grande; porque grande es también quien la recibe. Las figuras consagradas, no se conforman con menos.

Sebastián Castella no apareció de nuevo en el ruedo de Las Ventas para vivir de la renta que le produjo su faenón a un toro de Jandilla, el pasado 19 de mayo. Antes al contrario, se vio que traía la intención de abrir por segunda vez la Puerta Grande, y estuvo en un tris de conseguirlo. El torete de José Vázquez, bien que terciado, mostró un cierto caudal de nobleza, pero una nobleza pajuna y cansina, esa que no transmite sentimiento emocional alguno, ni al que lo torea ni al que lo contempla. Por tanto, Castella se limitó a conducir su tranco simplón con limpieza de formas, ofreciendo al toro las pausas que fuere menester para que se recuperara del esfuerzo que la bajura de muleta del torero le provocaba. Un estoconazo letal provocó la muerte rápida del toro, y el clamoreo del público provocó, a su vez, que el presidente se viera obligado a conceder la oreja solicitada. El sexto, en cambio, fue el peor toro de la corrida, el más cabroncete.

Rafael Viotti le colocó un asombroso par de banderillas jugándose el pellejo; pero después se ponía Sebastián Castella frente a él y el pájaro de cuentas miraba al tendido… y de reojo al torero. La faena consistió en un extraño “toma y daca” en el que el toro pasa, pero no embiste. Pasea, más bien, a la espera de cobrarse la pieza que merodea por su entorno, vestida de luces. Y, en una de estas, lo cogió de lleno, atravesándole el muslo izquierdo con una cornada de dos trayectorias (20 y 15 centímetros) que los médicos calificaron de “grave”. No obstante, Sebastián continuó en el ruedo, incluso pasando de  muleta a su agresor en un par de series en redondo, hasta meterle la espada hasta la empuñadura. Se fue Castella a la enfermería por su pie, saludando una cerrada ovación, sin el más mínimo aspaviento. Pedazo de toreo, este francés. Es uno de los candidatos más firmes y más serios para entrar en el cartel de la corrida de Beneficencia.

Fue la corrida en que Morante se amustió en Madrid y los dos toreros que le acompañaban, cortaron oreja. Llovió, pero solo un poco. Por cierto: que ayer se concedieran estas orejas (el público las pidió, eso nadie lo duda), y el día anterior, con mayor causa y mérito, se le negaran a Talavante y, sobre todo, a Luque, me parece un contrasentido. O, más bien, una felonía. ¿Cuándo se va a prefijar y consensuar un criterio igualitario, justo y necesario, en la concesión de trofeos en esta Plaza? ¡Ay, ese palco, tan disparatado como incongruente! ¡Quién te ha visto y quién te ve!

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