Primera cuestión: los toros y el agua son incompatibles. Se entiende el agua que cae del cielo, la que, más que caer, descarga de forma abrupta e incontrolable, a capricho del buen tun-tun de la Naturaleza; o sea, la lluvia. Llevamos meses invocando su llegada –el agro se resquebraja y muere por inanición—y cuando aparece con el sopetón de ayer sobre Madrid, nos abruma, incomoda y espanta a los urbanitas de a pie, peatones del mundo en que vivimos; pero somos conscientes de que el agua, como el aire, son la esencia de la vida. Así, pues, aunque caiga en torrentera descontrolada y distorsione el ritmo de nuestra cotidianeidad, hay que celebrar su llegada. El agua del chaparrón, no deja de ser una bendición, lo cual no obsta para considerar que, con arena de un ruedo empapado y los cuerpos de toros y toreros ensopados, la fiesta de los toros se convierte en un ejercicio adulterado en extremo y aún más riesgoso, si cabe. Forzado por la circunstancias, no se puede torear con pies de plomo.
Una hora antes del comienzo de la corrida, el cielo de Madrid vestía de gris marengo y plata. Amenazaba su ceño tan fruncido. Y llovió como si no hubiera un mañana. ¿Se dará la corrida?, nos preguntábamos mientras observábamos el “no-no” enloquecido del parabrisas del coche. Lo más probable es que sea una tormenta ruidosa, no más. Seguro que abre. Y el cielo abrió…para cerrarse de nuevo cuando Miguel Ángel Perera montaba su muleta para iniciar su faena al primer toro de la corrida. El tormentón fue implacable, espantoso. Hasta el toro de Núñez del Cuvillo se llamaba así: Espantoso. En un par de minutos, el ruedo se Las Ventas se convirtió en un lodazal. Embestía Espantoso a la muleta de Perera como si con él no fuera la penosa novedad atmosférica, pero su pezuña también viajaba descontrolada, resbalando sobre el barro y embotándose el uñero, mientras trataba de alcanzar una tela escarlata que debía pesar un quintal. En un instante, el público que llenaba los tendidos –nuevo lleno de No Hay Billetes-- se vio calado hasta los huesos. El suelo de Las Ventas se asemejaba al viejo San Mamés, en aquellas tardes de fútbol en que los ”leones” se dejaban el pelotón atrás, apresado en el lodo; pero Miguel Ángel seguía, terne, toreando a placer a un toro bravo que galopaba sin descanso; era un toma y daca desleído, como se deslíe un manjar obligado a servirse pasado por agua. La espada falló y el esfuerzo del torero apenas fue recompensado con unas palmas. Las mulillas dejaron un hondo rastro en el barro cuando arrastraron al toro. Y, de pronto, abrió, de nuevo.
Salió el segundo toro, también de Cuvillo, y Alejandro Talavante juntó las zapatillas para torear a pies juntos en alados lances de capa. Sin paraguas en los tendidos, se veía mejor la cosa; pero la cosa fue a menos y el Tala hubo de jugarse el físico ante la acometida cada vez más titubeante de un toro que acabó echándose, rendido, cuando el matador montaba la espada.
De ahí para adelante, la corrida tuvo poca historia. El resto del ganado a lidiar pertenecía a Victoriano del Río, con los dos hierros de la casa. El que mostraba el hierro de Cortés, de pelo colorado, cornalón, pero protestado por su agalgada anatomía, tenía metralla en las entrañas, cortó en banderillas y se lo puso difícil a Ginés Marín. Un toro que pedía –éste, sí-- cruzarse en cada cite, porque le medía con su alevosa mirada. Aguantó guapamente el torero esa amenaza y lo mató de una estocada tendida. Después, Perera se enfrentó a un buen toro de Victoriano, permitiendo la exquisita lidia con el capote de Javier Ambel y un soberbio tercio de banderillas a cargo de Curro Javier y Vicente Herrera, pero se empeñó en hacer faena en terrenos del 4, entre las rayas del tercio, con dos primeras tandas en redondo plenas te temple y mando, llevando la muleta muy por abajo, es decir, exigiendo un enorme esfuerzo al toro en cada pase. Continuó en esos terrenos, ya en las cercanías de chiqueros y el toro acabó rajándose, tirando hacia las tablas: allí empezó a defenderse mientras Miguel se empeñaba en mostrarle la muleta para torear en redondo, antes de liarse a pinchar y descabellar, acertando sobre la bocina del tercer aviso. El quinto y el sexto, de Victoriano del Río fueron protestados, con razón, porque su estampa no correspondía en seriedad con el resto de la corrida. El trapío y el peso no tienen por qué ser compatibles. Talavante solo pudo lucirse en un par de series de naturales; el resto de la faena fue desarrollándose en cercanías, sin conseguir el beneplácito del público, y acabó su actuación con una certera estocada. Dos silencios acompañaron a Talavante en su nuevo paso por Madrid. El último toro de la corrida le puso los cuernos en el cuello al caballo que montaba el padre del torero y se defendió ante la muleta que le presentó el hijo, que solo le pudo enganchar –sorprender- en una tanda de pases naturales. Las faenas largas ante un toro que no dice nada, acaban aburriendo a la gente.
Cuando acabó la corrida, la lluvia torrencial ya era historia; por cierto, una nueva historia de tres hierros anunciados en una corrida de toros, no deja de se desconcertante. Por mucho que dos de ellos pertenezcan a una misma casa ganadera, son dos hierros diferentes. Por lo visto, llueva o no llueva, los toros “para Madrid” no abundan en el campo bravo. Ya me extraña. Antes, no se anunciaban para la lidia más de dos hierros por corrida. ¿Qué ha cambiado, pues? ¿Acaso también hay que tratar este tema con pies de plomo?