Si viviera hoy, Lola sería centenaria. Quiero decir que si Lola estuviera entre nosotros, este sábado, 21 de enero de 2023, habría que cantarle cien veces un “cumpleaños feliz”, oreado por aires flamencos, y le haríamos soplar una velita –una sola— para celebrarlo, para emocionarnos con ella, para regodearnos todos con tan insólito suceso; porque Lola, con cien años encima de su piel morena, sería cien veces artista, cien veces Faraona y cien veces vendaval sobre el entablado de un escenario, aunque su venerable edad solo le permitiera utilizar esa mirada penetrante, de tigresa en celo, mortal de necesidad para quien fuera víctima del “no se pué aguantá” que encierra un rayo/laser adelantado a su tiempo.
Lola es, naturalmente, Lola Flores, la chiquilla menuda que vivió entre pañales con los últimos ecos de dos jerezanos ilustres: don Antonio Chacón, aplastante dominador de todos los registros y palos del flamenco, y la voz cavernosa de Manuel Torre, el gitano –gitanazo— errabundo por su coto de la Bética que partía las camisas de quienes le escuchaban en las madrugás del cuarto de una Venta, cuando estaba en vena; y también seducida por el poderío magistral de dos mujeres que pajareaban con los dedos de sus manos sobre un pedestal de zapatitos charolados de puntera chata y tacón altigordo--, una Pastora que, a decir de don Jacinto Benavente, “valía un Imperio” y otra, llena de gracia y compás, aquella Argentinita que hiciera beber los vientos por ella al muy guaperas y temerario Ignacio Sánchez Mejías, el torero más donjuán de cuantos en el mundo han sido. En ese ambiente de Edad de Oro del cante y el baile flamenco de la Baja Andalucía, se crió la que muy después fue llamada La Faraona, extraño y supremo rango que la gente del bronce se reserva para otorgárselo a los artistas excepcionales de su raza.
Lola Flores es –fue-- una cantaora y bailaora de Jerez de la Frontera, cuna de la gitanería más excelsa del cante flamenco, del sherry universal y hábitat confortable del toro bravo y el toreo caro. Vino Lola al mundo del arte, de “su” arte, para hacerle temblar de emoción desde el epicentro descarnado que se acota entre el bordón y la prima de una guitarra española de palosanto, con fondo de voz de quejío lejano. Un volcán vestido de flamenca, con la lava de su baile perfilando la ruta curvilínea y flexible de su figura, para acabar remansada, entre volantes, por la cola de una bata. Un baile sin guión previo ni partitura al uso, improvisado y ardiente, que invariablemente contenía pasajes en que sus dedos se hundían entre la maraña rizosa de sus cabellos, negrísimos y brillantes, como si quisiera escenificar el alcance de una situación que le atormentaba.
Lola fue una atistaza indescifrable. Fuera de catálogo. De las que arrebataban con el gesto, más que con la voz. Manejaba el alboroto de su sangre brava –y no era gitana, cien por cien— a golpe de misterio, al dictamen del sentimiento, alejada de métricas, regañada con las pautas. Una mujer “del pueblo”, una española-españolísima, que, probablemente, fuera blanco de ese dardo criticón que solían lanzar, con displicente ignorancia, las mentes pacatas de su tiempo. No era fácil definir –y menos descifrar-- su forma de ser, sus “salidas” improvisadas en plena actuación (el pendiente que se le perdió en una revolera, en directo por TVE, y se puso a buscarlo, sin recato, ante las cámaras) o fuera de ella (“si me queréis, ¡irse!,”, suplicó ante la barahúnda que se agolpó en la ceremonia religiosa de boda de su hija Lolita). O cuando tomó conciencia del lío en que se había metido con la Hacienda española y mendigó públicamente “una pesetita de cada español, si de verdad me quieren”, para pagar una deuda de millones. O cuando salió a “los medios” de la pista de una discoteca en Bilbao para entrar por bulerías con la falda estrecha de su vestido de calle tres cuartas por encima de la rodilla y acabó con el cuadro… con la cuadrada figura geométrica de la pista de baile –barrida de gente por aquel ciclón-- y con el cuadro flamenco que amenizaba la noche. Como lo vi, lo cuento.
Después de todo eso, una mañana de no sé exactamente cuándo –calculo que primeros años 90 del siglo pasado--, me la encontré en el interior del vestíbulo de la entrada principal de TVE, en Prado del Rey. Como casi nos dimos de bruces, le adelanté mi mano para saludarla, con la intrepidez y la incertidumbre que envuelven al admirador ferviente que aborda por primera vez al ídolo, y ella me respondió con dos besos sonoros en la mejilla. No nos conocíamos de nada, porque aquello de Bilbao fue una visión lejana e irrepetible. Lo de ella, para mí, era todo un acontecimiento; lo mío, para ella, un encuentro fortuito con alguien que le sonaba “de vista”, según confesó. Ítem más, sin darme tiempo a reaccionar, levantó el brazo izquierdo y me mostró la axila en la que afloraban unas protuberancias extrañas. “Esto sí que me preocupa ahora”…, me espetó, sin que mediara por mi parte cualquier atisbo de gesto o palabra que sugiriera tan sorprendente confidencia. No tenía ni idea de que, años atrás, había pasado por el duro trance de luchar a brazo y pecho partido con un cáncer de mama. Mi mundo era –y es-- el de los toros y el arte del toreo, aunque un quejío jondo por siguyiriyas o una patada genial por bulerías me suliveyan tanto como una verónica magistral o un pase natural inmenso.
En esta mañana de enero he querido traer a mi mente la imagen de una Lola centenaria, y en el ejercicio virtual e imaginativo me aparece una ancianita encanecida, pero altiva, arrugadita, pero vivaracha; esa Niña de Fuego que sigue ardiente por dentro, la Salvaora que fuera la perdición de los hombres casados y la Zarzamora que a todas horas llora que llora por los rincones.
Lola Flores murió el día en que se cumplían setenta y cinco años de la muerte de Joselito el Gallo en Talavera de la Reina. Allí me encontraba, a punto de iniciar la retransmisión de una corrida de toros, en el escenario en que murió el Rey de los Toreros. Ese fue un día de doble pena, penita, pena. El día en que los versos de José María Pemán cobraban su mejor sentido para describir el acento, el pellizco de una artista excepcional: Torbellino de colores/No hay en el mundo una flor/Que el viento mueva mejor/Que se mueve Lola Flores.
Así lo dije entonces; pero hoy, en el día de su centenario, no hay versos que valgan ni vientos que soplen entre lereles; creo que para citar y excitar su recuerdo basta con hacer palillos con los dedos e invocarla con dos palabras: Sencillamente, Lola.