La recta final de este mes de mayo del año 23 va camino de convertirse en nuestro país en el máximo exponente del plebiscito, esto es, de pulsar la opinión de los españoles acerca de la capacidad de quienes optan a gobernarnos y, en su caso, la conveniencia de que nos gobiernen.
Aún no repuestos del trajín y la zozobra que para los españoles supone participar en unas elecciones municipales y autonómicas, hace escasas horas el –todavía—presidente del Gobierno nos sorprende con una nueva citación a las urnas. Más elecciones, en esta ocasión Generales, antes de dos meses. De locos. Dejo a las ilustres plumas que se baten a diario en este periódico, sobre la cada vez más abrasiva arena de la escena política, las opiniones que sugiere tan convulsiva como frenética convocatoria al voto y, si fuere menester, el desovillado de tan peliagudos asuntos, con su carga de picardías, zunas y resabios que pudieran esconder. La política es tan vieja como el mundo, y no deja de ser una vaca corraleada que acumula alertas adquiridas y zorrerías sin fin, para colarse por la derecha o la izquierda, que tanto da, con el fin de pegarle la voltereta al de enfrente o darle la cornada definitiva. En esto del fin, los medios y sus consecuencias, la tauromaquia y la política son hermanas de leche.
Centrándonos en el temario que nos compete, habremos de convenir que también el público de toros es un votante permanente. Durante la lidia no para de manifestarse. Nada más persistente y generoso en la práctica del plebiscito que el desarrollo de la corrida. Los espectadores son, sobre todas las cosas, el permanente depositario del voto en la honda y redonda urna de La Plaza. Sobre todo, en Madrid. La Plaza de Las Ventas ha sido –y será siempre-- el foco de referencia en materia opinante. Un faro que ilumina –al menos lo intenta—el proceloso mar de su ruedo, especialmente en lo que al toro se refiere. En Madrid, ya se sabe, el toro es la clave de la corrida, el elemento esencial que la justifica. “Sin toro, nada tiene importancia”, es el lema que los aficionados más conspicuos han exhibido estos días en el tendido. Tienen razón. El toro debe ser escrutado al máximo. Escudriñado, si hace falta; pero en su justa medida. Hete aquí el quid de la cuestión: la medida.
La importancia del toro viene implicada por una palabra que aún está por definir de forma convincente y taxativa. Ni siquiera está compulsada su definición por la RAE, que se limita a considerar el trapío como la “gallardía del toro de lidia”; o, peor aún, “el garbo, especialmente de las mujeres”, que como lo lean las moñas de ahora la lían parda. Perdónenme, el trapío es, ante todo, la expresión corpórea del toro de lidia en su conjunto, la cual habrá de converger y concluir en una palabra: respeto. Ni la pesantez de unos kilos desmesurados, ni la cornamenta desaforada deberían ser argumentos principales en la consideración del trapío del toro, sino su armónica composición anatómica, a la vez que su mera presencia, incluso su mirada, impulse a tomar medidas precautorias a quien está ante él. Respeto, mucho respeto.
Este largo y pasado fin de semana se lidió en Madrid una corrida de toros de la ganadería de El Pilar. Seis toros cinqueños de enorme corpulencia y cuernos para regalar, lo cual no empece que mostraran nobleza en el primer tercio y permitieran un conato de rivalidad en el toreo a la verónica por parte de los tres matadores, Urdiales, Aguado y De Manuel. Dos fueron devueltos a los corrales por flojos y la mayoría acusaron muy pronto la fatiga de la lidia.
Es natural. Si metes en el cuerpo de un toro –por mucha “caja” que tenga—demasiados kilos de carne, se convierte en una carrocería pesada que precisa un motor de explosión de máxima potencia. Y si, a mayores, le pones dos cuernos de tan exagerada dimensión que no caben en el faldón de la muleta, se complica mucho el lucimiento del torero y, por supuesto, la ejecución correcta de la estocada, ya que la pala del cuerno está a notable distancia del centro de la “cuna”. Esto lo deberían saber los aficionados “toristas”, ternes ellos en su afán plebiscitario sobre el “Toro de Madrid”; pero no deben –o no quieren-- saberlo, porque cada año le dan una vuelta más a la tuerca del cuerpo y el cuerno.
Miren, el toro-buey es un mazacote. Y el cornalón desaforado un estorbo para el manejo de los avíos de torear. “¡Toros! ¡Toros!”, ha gritado una parte del público de Madrid varias tardes en las corridas de feria de San Isidro; pero resulta que ya no quedan tantos toros en el campo que cumplan los requisitos, cada vez más pugnantes, de este público. A quienes creen que la Plaza de Las Ventas está perdiendo prestigio e importancia porque los toros no responden al modelo de seriedad que su categoría demanda, les diría que los toracos de Valdefresno que se lidiaron el pasado sábado, incluso el sobrero del conde de Mayalde, son excepciones en los cercados de las ganaderías de bravo. Y que, no hace tanto tiempo, este tipo de toros, cuando se acercaban a la edad límite para ser lidiados, eran ofrecidos para ser corridos por las calles de un pueblo. Ayer, en cambio, la corrida de Adolfo Martín tuvo un peso equilibrado, acorde con las características de su encaste, y permitió a Fernando Robleño expresar lo más depurado de su concepto del arte del toreo, pero, una vez más, la espada le privó de un premio tangible. ¿Flojearon algunos? Eso es otro cantar.
Esta semana nos espera un atractivo surtido de corridas, con la llegada de toreros mexicanos y las actuaciones de las dos máximas figuras, Roca Rey y Morante de la Puebla. Y, por supuesto, con el toro en el ojo del huracán. Llamamientos electorales aparte, todavía queda mucha tela por cortar en este plebiscito taurino de Madrid.