Morir mirando al cielo

Daniel Ruiz .

EFEDaniel Ruiz .

Ayer noche, mientras repasaba las noticias taurinas y valoraba con pesadumbre la desaparición de la que para mí será siempre Isabelita, la hija de la maestra Nati --fundadora y valedora de una popular sastrería de toreros, enclavada en corazón del Madrid castizo-- debía circular por la A-3 el coche en que viajaba el ganadero Daniel Ruíz Yagüe con su hijo Daniel… y, también, un corazón con aorta de por medio. Habían lidiado dos toros en Castellón, para el mano a mano que dirimieron El Juli y Manzanares. Irían, ambos, comentando el juego del ganado, con su habitual soltura, aquilatando esa autocrítica que acaba por aparecer en los trances de sosiego, en la soledad impenetrable  del receptáculo de un automóvil, cuando se alcanza la escasa lejanía de una tarde de toros en que los  ganaderos acaban de lidiar. Irían devorando kilómetros y espeluchando de aquí y de allá, de toros y toreros, sin echar cuentas de que el sosiego de la noche empieza a ser alterado por el desasosiego del padre y la aterradora inquietud del hijo. La tragedia se consuma –estalla la aorta del padre-- y la inmensa mayoría de quienes nos integramos en ese  espeso y amorfo reducto que llamamos “mundo del toro” se entera con las primeras luces del día siguiente.

Las muertes, todas ellas, nos acercan a la incontestable evidencia de una realidad: la inevitable consecuencia de la vida, su línea de meta. Ahora bien, las circunstancias, vicisitudes y concausas, también cuentan. Cuando la muerte se prevé, es decir, se preanuncia con tiempo, su llegada --dentro de la pena que pueda acarrear—es, digamos, más llevadera; pero cuando nos sorprende con brutal sopetón, cuando nos sacude con un bofetón insolente, la huella que deja en el ánimo es indeleble. Por eso me cuesta tanto escribir sobre la muerte de Daniel Ruiz, porque aún no estoy recuperado del escalofrío, y porque no se me quita de la cabeza el trance por el que habrá pasado su hijo Daniel, Dani, para quienes le tratamos tan de cerca.

Creo, no obstante, que es preciso hacer un pequeño esfuerzo y empezar ya de temprano a recordar a Daniel Ruíz Yagüe, a desgranar su personalidad dentro y fuera de los ambientes taurinos; pero, eso sí, siempre en el espacio que el ganadero le ofrecía al toro bravo en general y a sus toros bravos en especial, que fueron –intimidad familiar aparte-- la gran pasión de su existencia.

Daniel Ruiz Yagüe era un personaje inefable. Un tipo singular. Un ejemplar humano al que había que aceptar, con sus rotundos conceptos en materia de crianza del toro de lidia, con su apasionada dialéctica, con su fervoroso afán hacia el arte del toreo y, por supuesto, con los chascarrillos –ali-oli de cosecha propia-- que, inevitablemente, adobaban cualquier reunión, cualquier día y a cualquier hora en que estuviera presente. No se apartaba un ápice de su credo. Su vial en la vida no tenía curvaturas ni recovecos; y eso, tan difícil de sobrellevar, él lo mantenía a sangre y fuego.

Hace ya muchos años –lo menos, 47-- compró la ganadería de Julio Garrido, y con ella, el hierro legendario de Coquilla, que es el que lucen sus actuales reses bravas, todas ellas procedentes de aquellos “jandillas” que a finales de los 80 (concretamente en el 87) adquirió de su inseparable amigo Fernando Domecq Solís, entonces al frente de la ganadería del hierro de la estrella. ¡Anda que no hemos echado sobremesas, tardes y noches, “tertuleando” con esta pareja de pardales, disputándose entrambos sapiencias y medallas! Fernando murió hace cuatro años y la pareja se rompió, creando una laguna inhábil e imposible para acoger tanto gracejo y… tanta sabiduría.

Tras la tragedia de ayer noche ya solo nos queda el recuerdo de este Daniel que acaba de morir, el que reinaba en el Cortijo del Campo, al borde de las crestas de Alcaraz, la noble villa que en lejanos tiempos abría la puerta de Castilla a los reinos mediterráneos, montado sobre su silla vaquera de piel de borrego, llevando con una mano las riendas de su caballo tordo, que lucía en el anca la quemazón del hierro de Miura, y con la otra un puro a medio quemar. Ese Daniel de media melena aleonada y ensabanada que se encrespaba al ritmo de los vientos de la sierra y se remansaba al borde de los cándalos encendidos de una chimenea campera. Ése era su “uniforme”, personal e intransferible, en el campo y en la Plaza. Hablador incontenible. Polémico innato. Siempre con el cigarro habano entre los dedos. Daniel Ruíz en estado “puro”.

Así se presentaba ante la sociedad, sea cual fuere ésta, con su congénita renuencia al compadreo. Y así estaba aquella tarde en Valladolid del año 97, con la chaqueta doblada sobre la contera del burladero del callejón, cuando un toro de Jandilla saltó por aquél lugar y le seccionó el pabellón auricular de la oreja. Camino de la enfermería, hube de consolar a su hijo, que, horrorizado por la sangre, creyó que la herida era de suma gravedad. Por fortuna, no fue así y se recuperó del susto a los pocos días; pero, ¡como recuerdo a Dani, llorando a lágrima viva! Recuperando aquella escena, no quiero imaginar su terrible llanto ante la impotencia de anoche. ¡Qué desgarrador momento! ¡Qué malvado puede llegar a ser el Destino cuando se empeña en emponzoñar la de por sí trágica muerte de un padre!

En tales circunstancias, comprendo que la palabra escrita, por mucho empeño que ponga el escribidor en escribirla, no sirve de mucho a los directamente afectados. Los besos y abrazos virtuales –ni siquiera los físicos— para su esposa Alicia y los familiares más cercanos, no pueden servir de eficaces lenitivos ante el dolor que provoca una desgracia de semejante magnitud. No hay consuelo para tanta fatalidad. Quiero pensar que Daniel Ruíz Yagüe ha muerto mirando al cielo estrellado de una noche de marzo. Morir así debe aportar cierta complacencia ante lo irremediable. Si Federico García Lorca decía en verso que las estrellas clavan rejones al agua gris es porque escribía mirando al cielo. También Daniel miraba al cielo de Alcaraz en el palco de su plaza de tientas. Siempre al cielo. Por algo sería.