Las orejas se quedaron en el limbo

Daniel Luque, elegancia y dominio.

Las VentasDaniel Luque, elegancia y dominio.

Veías ayer la marca en el cuadril de la “pe” y la “ele” soldadas (con la que se herró la primera ganadería de Palomo Linares), estudiabas el perfil morfológico de estos toros, y decías: “alcurrucén”, legítimo.

Pues, bien, algunos de estos toros fueron protestados por, supongo, su deficiente presencia. Poco trapío, vamos; lo cual nos lleva a la conclusión de que los generadores de la protesta están in albis en cuestiones de genética de nuestra cabaña brava, a no ser que vayan a la Plaza prejuiciados por falsarias recomendaciones. En cualquier caso, parece que una corrida en Madrid sin que se oigan sonoras protestas contra toros y toreros es algo así como una ensalada sin aceite –en este caso, mejor, sin vinagre--, que ni es ensalada ni es nada. En esas estamos.

Digamos ya que la segunda corrida de Alcurrucén lidiada en la presente Feria con veintidós días de diferencia, no acabó de redimir a la primera. Aquélla, dijimos, acusó falta de fondo; y ésta, decimos, acusó falta de casta, aunque varios toros ofrecieran una nobleza empalagosa y tristona. Vayamos por partes:

Los toreros se repartieron los tres cinqueños del lote enviado por los hermanos Lozano a Madrid; pero después, el sorteo –y el capricho de la meteorología—deparó diferentes fortunas. El lote de Diego Urdiales fue de los que hacen caer el alma a los pies. Un primer cuatreño que recibió dos fuertes puyazos en varas llegó al último tercio acusando el castigo… o, quizá fuera que su carácter era así de apocado y negacionista. El caso es que embistió con docilidad pajuna, ante la cual, Diego se puso ceremonioso y gentil, templando la cansinez de un toro que acabó rindiéndose descaradamente, con una tumbada a la bartola nada edificante para la divisa a la que pertenece. Urdiales se acordó de Costillares y lo mató a toro paradísimo, porque el animal no movió ni un músculo cuando el torero arrancó a matar, como si le hubiera suplicado por SMS: “Anda, por favor, mátame”. Y Diego lo mató de una estocada, faltaría más. Peor fue el cuarto, un toro berrendo en negro, barrigudo y caribello, más feo que el Pecado Original que buscó la ruina a la futura Humanidad, que por poco le quita la cabeza al arnedano al ofrecerle por primera vez el capote por el pitón derecho. ¡Uf!, parecía corraleado. O “currado” (toreado) por sorpresa a la luz de la luna lunera; pero, no; lo que tenía el toro era una tonelada de mansedumbre alevosa en sus entrañas. Urdiales lo enseñó al público por ambos pitones, picoteó de acá para allá y le dio pasaporte de una estocada. Con él, la Feria se le va a Diego sin cumplir, ni de lejos, sus oníricas pretensiones. Así de duro –y de crudo—es el toreo.

Sus dos compañeros, en cambio tuvieron más y mejores antagonistas para competir. Alejandro Talavante dejó crudo en varas al segundo de la corrida, esperando que su crudeza espoleara las embestidas, pero tras un comienzo de faena torero y displicente, el de Alcurrucén se paró en seco --se secó su fuente de energía-- y ya no hubo manera de que acudiera dos veces seguidas a la muleta del torero. Con la nada, nada se puede hacer; ni siquiera intentar cualquier maniobra a la defensiva. Nueva estocada. Silencio en la tarde. Cuando sale el quinto, un grupo contestatario comienza a protestar su presencia. Era el más Alcurrucén-Núñez-Rincón de toda la corrida. Palabra. Cumplió en varas sin estridencias y llegó al último tercio sin definir su carácter. Talavante lo debió tener muy claro, porque brindó la faena al público y se echó de rodillas en el suelo para torear en angusturas angustiosas, en medio de un aguacero tremendo. Daba miedo ver a Talavante jugarse la vida bajo el jarrear de unos cielos abiertos en canal. Pues, nada, en esas tesituras le formó al toro un lío monumental, citando muy, muy en corto, con la muleta ligeramente retrasada, para hacer más ampuloso y largo el muletazo. La faena se dilató y acabó sonando un aviso; pero cuando mató de media y descabello creímos que la oreja caería por su peso, y no fue así. Entre que el aguacero torrencial no dejaba mango de paraguas sin mano que lo sustentase, y que la gente andaba recolocándose el impermeable, la petición fue escasa y el presidente no sacó el pañuelo. Mal. Alejandro saludó una ovación. Poco premio. No echemos culpas a la lluvia. Verán por qué:

Talavante, jugarse el tipo bajo el diluvio.

Talavante, jugarse el tipo bajo el diluvio.

Mucho antes, Daniel Luque había cuajado con el capote al tercer toro de la tarde, el que tuvo más motor, el más bravo y encastado de la corrida. Le clavó Iván García un colosal par de banderillas y Daniel escenificó un deslumbrante comienzo de faena, enseñando al toro cómo debía oler la tela roja de franela y hasta dónde había de llegar en pase. Después, se recreó en el toreo en redondo y al natural, en series de impecable ajuste y absoluto mando, reunidísimo con el buen toro y con los pies firmemente asentados en la arena. Magnífico, Luque. En plan de figurón el toreo. No faltaron las luquecinas (o luquesinas, que no acabo de aclararme), y otros adornos y bagatelas de fin de fiesta. Una fiesta que coronó con una estocada hasta el encintado de la empuñadura del estoque, refrendada con un golpe de verduguillo. La oreja era, como mínimo, el premio esperado. La petición, mayoritaria. No llovía. ¡Pues, no, señor! No se le puso “ahí” al señor presidente, y el torero se quedó sin premio, con un aviso en el morral, encima. La ovación no hizo justicia. Tampoco se la concedió en el sexto, tras una actuación muy meritoria y el ruedo convertido en un lodazal. En este caso, el mérito fue doble, porque el toro no parecía propenso a tomar una muleta empapada y embarrada; pero Daniel Luque se empeñó en lograrlo, haciendo “romper” al toro a base de buscar distancias y terrenos, alturas y acompañamiento con la voz; en definitiva, todo un curso de cómo sacar partido a un toro de escaso recorrido, pero con un punto de nobleza. Cuando se perfiló Daniel para entrar a matar, dejó de llover. La estocada fue soberbia y el toro rodó sin puntilla. La oreja, esta vez, se pide con timidez, como temiendo que el presidente no la fuera a conceder. Y así fue.

A Luque le obligaron a dar la vuelta al ruedo. A pesar del tableteo de las palmas, fue una vuelta tardía, fría, triste. No es de recibo que dos toreros, en una tarde de toros complicados, a veces lidiados bajo un clima infernal, se vayan con el esportón vacío. El resultado de la ficha no hace justicia a lo ocurrido en el ruedo. Talavante y, sobre todo, Luque, estuvieron soberbios ayer en Madrid. A veces, las orejas se quedan en el limbo. No en el de los Justos, precisamente.