A ver cómo lo explico:
Esta debería ser la crónica habitual de una corrida de toros en Madrid, pero me temo que no me hallo en condiciones de discernir, con la serenidad que la cuestión demanda, lo acontecido ayer en la plaza de toros Monumental de la capital del reino de España en la que se anunció como decimocuarta función taurina de abono de la feria de San Isidro, de este año de gracia de 2023. Salgo de la Plaza hecho unos zorros. Adolorido, sin saber de dónde y por qué. Cabreado, sin acertar a clarificar con precisión los motivos que me provocan semejante cabreo; pero es indudable que hay una cierta mala leche que me corroe, me encocora y me desencuaderna el sistema nervioso. He pasado dos horas y media viendo cómo iban saliendo toros por la puerta de chiqueros y el orden de lidia se había enmarañado, de tal suerte, que ya no tengo muy claro quién es quién en cada caso, de tanto como se ha trafullado el ovillo de hierros ganaderos; por tanto, me remito al anuncio de la programación y compruebo que, en efecto, en lo tocante a la ganadería figuraban solamente dos hierros, el Puerto de San Lorenzo y la Ventana del Puerto, ambos propiedad de una misma familia: la de don Lorenzo Fraile Martín.
Tres y tres, decía el cartel; pero ahora resulta que uno se ha desechado en el reconocimiento por la “autoridad competente” y ha entrado otro de Valdefresno –con el hierro de los primos del ganadero titular--, para abrir boca, esto es, Plaza; pero resulta que un toro de El Puerto, segundo de lidia ordinaria, es devuelto a los corrales por flojo y se corre el turno, saliendo al ruedo en su lugar el reseñado para ser lidiado como quinto (algo que no me parece ni justo ni necesario, pero se anuncia que va a salir). Ah, que ya no sale, que sale el primer sobrero de Vellosino. De modo que ya solo quedan entorilados los toros del Puerto y su Ventana correspondiente.
Comprenderán, pues, que tengo la cabeza como un bombo, de lo cual se deduce que no respondo de mi fidelidad en el desentrañamiento de la trama, máxime si en la Plaza de Las Ventas, durante los prolegómenos del festejo, una gran pancarta advierte del gran protagonismo del toro de lidia y su liderazgo en la cuestión de integridad, seriedad y tal. “Sin toro, nada tiene importancia”, se lee en el lienzo de los altos del 7. ¡Nos ha jodido! Claro que no. A ver qué iban a hacer los toreros de a pie y de a caballo si no está el de los rizos en el ruedo. Ah, que lo que se quiere advertir afecta a un toro cuya morfología ha diseñado una parte determinada y cualificada de la ”afición” de Madrid. ¡Acabáramos!
Más o menos, sería así: una veteranía acreditada, a poder ser cinco años; largo, ancho y alto el cuerpo y grande, fuerte y astifino el cuerno. ¿Cómo de grande y cómo de astifino? Depende del cartel. Si es de toreros “modestos”, se dulcifica a discreción; pero si es de figuras al uso, se agranda lo que haga falta. También es fundamental la cuestión del rendimiento físico. Toro que doble las manos, provoca el levantamiento de brazos de la “afición”. Es un movimiento compulsivo, electrizante: doblas manos, levanto brazos. Todo ello acompañado por consignas y proclamas, al compás de palmas de tango: ¡plás, plás, plás!... Esto último –lo de las palmas-- también es válido para advertir de las trampas, triquiñuelas y picardías con que los toreros tratan de engañar al público profano –según “la afición”, la inmensísima mayoría--, aunque en este caso también pueden ir acompañadas de un grito sustitutivo del ole ancestral: ¡Miáu! Envuelto en este ambiente se ha desarrollado la corrida de ayer en Madrid.
No hubo lidia de toro en que no se haya manifestado en el sentido descrito el público que tiene por finalidad determinar y establecer el rumbo de la corrida. La protesta ha sido el argumento principal, y único, de la tarde de toros en que actuaban tres toreros de acreditado prestigio y notable cotización… en otras Plazas, pero no en la de Madrid. En la de Madrid habrán de pasar el fielato de la exigencia extrema y pagar la alcabala de un trato diferencial y a la baja. Más toro y menos premios. Así que no me pidan que haga una disección pormenorizada de lo ocurrido en el ruedo, porque más que una corrida de toros ha sido un correcalles de sentencias improvisadas, una bullanga de dicterios, un rifirrafe de mercadillo.
De los tres toreros, la diana preferida la portaba Roca Rey, el torero que ha colocado el cartel de No Hay Billetes, el que ha concentrado en el graderío de Las Ventas a gentes del toro de medio mundo, la pieza codiciada para jibarizar su cabeza. Así es el Madrid taurino del segundo decenio del siglo XXI, bien diferente al exigente de los años de mi preadolescencia, en los que El Ronquillo ponía sal y gracia al drama del toreo con ocurrencias castizas y oportunas. Hoy, las ocurrencias prejuiciosas que salen del tendido son, por lo general, hijas de la procacidad o hijastras de la ignorancia, dicho sea esto último en el estricto sentido taurino. Y estas cosas acaban provocando una irascibilidad que puede llegar –ojalá, no-- a ser incontenible.
Ayer, cuando la tarde de toros barbeaba las tablas, algunos espectadores manoteaban amenazantes y se insultaban entre ellos con matonismo descarado, haciendo que el sopor brumoso de un inevitable aburrimiento causara estragos entre las veintitrés mil gentes que abarrotaban el coso. Muy penoso todo. Muy triste. No obstante, en este momento, siento que debería haber hecho un sumario repaso al juego de los toros, por ejemplo, proclamando la bravura y nobleza, malversada por su flojedad, del valdefresno que abrió el festejo, la oportuna vuelta a los corrales del de El Puerto que apareció en segundo lugar, la embestida brava, encastada y noble del sobrero de Vellosino, el desfondamiento del cuarto, la embestida humillada y el tranco largo del quinto, especialmente por el pitón derecho, o las malas pulgas del cornalón que cerró el festejo; y también destacar el esfuerzo de Manzanares por derribar el muro de protestas que acompañaron algunas fases de su faena al valdefresno referido, con tandas de indiscutible belleza plástica (todo muy a contracorriente) y su infortunio con el desfondado quinto toro; o las series de derecha y naturales de Emilio de Justo –se llevó el mejor lote, con diferencia-- al gran sobrero de Vellosino y al quinto de El Puerto, y, en fin, el aguante de Roca Rey para torcer el brazo de la intransigencia en sus dos toros, salvándose milagrosamente de una cogida en el sexto. Y que se lució picando Paco María y con las banderillas Morenito de Arles y Antonio Chacón. Y que se mató regular, no siempre al primer viaje, lo que ocasionó que llegaran avisos para Emilio de Justo y Roca Rey.
Pero, en verdad, me siento acorralado por la abulia. Me entristece la deriva de Las Ventas, camino de convertirse en un alarmante contrasentido: un circo en que se representa un drama. Ayer, mientras la pesadumbre me invitaba al abjuramiento de mi deber informativo, me vinieron a la memoria aquellos versos de Antonio Machado sobre las dos Españas de hace más de un siglo, advirtiendo a los españolitos recién nacidos que una de ellas habría de helarles el corazón. A dos días de unas importantes elecciones en nuestro país, las dos Españas se hicieron presentes ayer en Las Ventas: una, vociferante y justiciera; otra, silente y mansa. Así está esto.