Si usted oye a un aficionado a los toros que tal día y en tal plaza le han pegado una “juampedrada”, póngase en lo peor y dé por seguro que al susodicho le han chafado una corrida de máxima expectación. Y si la plaza es la de Madrid, con figuras en el cartel y reventón de clavel y de público en los tendidos, hágase a la idea de que la tarde de toros difícilmente podía escapar de las garras del desencanto, a no ser que el ganado de tan emblemático hierro luciera un remate de carnes, una seriedad de caras y unas encastadas embestidas que dieran al traste con el más agorero de los pronósticos.
Los pronósticos no son más que la consecuencia de una contumaz evidencia estadística: las corridas de Juan Pedro Domecq para carteles de relumbrón y en ferias de máxima categoría suelen despertar las iras de la afición. Y no seré yo quien aliente la protesta premeditada y reventadora, ni hurgue en la carnaza que ventean quienes desprecian este apellido y lo consideran el mal de todos los males de nuestra fiesta. En absoluto. La historia del toreo está plagada de grandes gestas protagonizadas con toros herrados con la uve coronada, propiedad de la familia Domecq desde hace más de ochenta años. Un respeto. Ayer mismo, por la mañana se descubrió un azulejo en el patio de arrastre de las Ventas para premiar la corrida que Juan Pedro lidió en la feria de San Isidro, el 13 de mayo del pasado año “por su presentación y bravura”. Premio merecidísimo, pero con un cartel de toreros mucho más modestito, dicho sea con todos los respetos. La pregunta es: ¿por qué razón este año se ha traído un lote de toros de tan paupérrima y desigual presencia? Lo siento en el alma, pero no encuentro más responsable que el ganadero, el cuarto Juan Pedro en orden generacional de una familia trascendental en la cría de bravo en España.
No es de recibo que se lidiaran toros como el primero y el tercero, pongo por caso, de cuerpos encogidos y caritas lavadas, aunque enseñaran buidas y cornidelanteras defensas. Tampoco que casi todos ellos se fueran de rositas en el tercio de varas. En mayor o menor cuantía los seis que salieron al ruedo se dejaron torear. Decir que un toro “se deja” es frase consuetudinaria en la jerga taurina, y bien podría equipararse a la mozuela fácil que permite que le alcen la saya en la rastrojera del respigo, así que ustedes ya imaginarán qué emociones puede despertar el toro que “se deja”.
Expuestos los antecedentes, también habrá de consignarse que la “juampedrada” permitió algunas fases de toreo lucido, ciertos pasajes atractivos al buen ojo del avizorador de retazos de arte. Porque en eso se puede resumir la corrida, en retazos, fucilazos, chispazos intermitentes. Por ejemplo, las dos tandas de Morante al cuarto toro; tantas cortas y bellas, preñadas de empaque y torería. O las tres verónicas que dibujó en el quite al último del festejo. Fue lo más luminoso que dejó el de la Puebla en una tarde de toros de cielo azul intenso con el mercurio de los termómetros otra vez por las nubes, porque con el primero de su lote ni se dio coba ni el animal permitía grandes proezas, lo cual no justifica que diera un sainete con la espada.
El resto, se pierde en la buena disposición para lograr el triunfo que mostró Talavante (sustituto del herido Cayetano), en su afán por sacar partido del tercero de la corrida entre las constantes imprecaciones que hacia el toro salían del tendido. El juampedro “se dejaba” hacer y Alejandro hacía lo que podía y lo que sabía, esto es, presentarle la muleta muy quieta la planta y torear en redondo sobre espacios reducidos con cambios de mano y demás suertes de su conocido repertorio. Más de lo mismo en el quinto, con en el que, al final, pasó fatiguitas con el acero.
Y un último apunte a entresacar de la parte positiva de la corrida: el “tempo” con que corrió la mano al natural un mexicanito que vino a confirmar alternativa: Juan Pablo Sánchez. Sucedió en el último toro de la tarde, cuando ya parecía que al colorado animal le faltaba fuelle para seguir el trapo rojo. Juan Pablo logró pulsar (“pulsear”, dicen los taurinos) la vacilante embestida y los naturales –no más de cuatro— causaron sensación. “¡Ándele, matador, échele ganas..!, le gritó un “pelao” desde las alturas; pero no hubo caso: el toro claudicó, dobló las manos, y se rindió ante la juncal figura del joven toricantano, al que, en justicia, habrá que valorar también los dos excelentes volapiés con que tumbó a las piezas bovinas de su lote.
La cosa no dio para más. Ayer, en Madrid, se consumó la “juampedrada”. Un pedrisco taurino que arruina toda expectativa de buena cosecha. Un mangazo.
Madrid. Feria de San Isidro. 14ª de abono:
Toros: Juan Pedro Domecq: mal presentados, especialmente primero, tercero y cuarto, muy protestados. Apretó en varas el primero, el resto apenas fueron picados. Nobles en general, pero faltos de casta y de fuerza. El último se echó dos veces antes de ser estoqueado.
Toreros: Morante de la Puebla (de canela y oro), ocho pinchazos y casi entera (pitos), dos pinchazos y descabello (aviso y leve división); Alejandro Talavante –sustituía a Cayetano—(de malva y oro), pinchazo y estocada (aplausos), cuatro pinchazos, media y estocada (silencio); Juan Pablo Sánchez, que confirmaba alternativa (de blanco y plata), gran estocada (palmas) y gran estocada (silencio). Lleno de “No hay billetes”.