En “la corrida de la Feria”, Madrid impulsa a Fernando Adrián

Fernando Adrián, revelación de la Feria

Las VentasFernando Adrián, revelación de la Feria

Se dice “la corrida de la Feria”, pero se entiende la provisionalidad del título. Queda mucha ropa por planchar: tres corridas de toros consecutivas más otras tres que tienen carácter de extraordinarias; pero en lo tocante a presentación y juego del ganado, la más jarifa, la más brava, encastada y noble, es decir, la más completa hasta la fecha, llevó un hierro de Domecq, don Santiago, y un domicilio enclavado en la Ruta el Toro: el pago de Garcisobaco. Los seis toros de esta ganadería fueron un muestrario de variado pelaje, el que resulta del amartelamiento entre “cosas” de Núñez, Torrestrella y Jandilla, sabiamente sometidas a la alquimia por un ganadero inteligente, amante del toro y del arte del toreo. El resultado también fue sometido ayer al veredicto de ese tribunal popular, nombrado de forma gratuita, que tiene por sede Las Ventas del Espíritu Santo: el público de toros de Madrid; ese público –dos tercios de entrada-- que estalló en una ovación clamorosa durante la vuelta al ruedo que dieron en arrastre al quinto “domecq” de la corrida, por buen nombre, Contento. Y tanto. Bien contento estaba el ganadero y parte de su familia, batiendo palmas hasta hacerse daño, mientras el orgasmo de la emoción, en forma de lágrima, resbalaba en eslalon por la mejilla. Corridón de toros, sí, señor.

Aparte la policromía del pelaje (se vieron pelos colorados, cárdenos claros, castaños y negros en distinta tonalidades) y su espléndida lámina, los toros de don Santiago Domecq Bohórquez presentaron un acta de calificaciones de altísima nota por su comportamiento en los tres tercios de la lidia. Se emplearon (¡todos!) en el tercio de varas, aguantando con firmeza el, a veces, duro castigo que les infligieron desde la pequeña atalaya de la silla de montar. Arrancaron con alegría al cite de los banderilleros y, en fin, se emplearon en el denodado esfuerzo de aguantar carros y carretas de muletazos, no siempre administrados con templanza, ritmo y armonía. Ninguno acusó flojedad –el último dobló ligeramente las manos en una tanda de pases, pero caerse, no se cayó--, y todos (¡todos!) murieron con la boca cerrada. Un respeto y una reverencia para los toros que sucumben sin aspavientos y muestran sobre la arena del ruedo la dramática belleza que generan las últimas consecuencias de este desafío singular y secular, en el que se cumple la sentencia bíblica: “alguien tiene que morir”.

Ayer, sobre la arena de Las Ventas, además de seis toros, pudieron morir unos pocos hombres: los que aceptaron el reto --y el rito-- de enfrentarse a la irracionalidad de una res vacuna alborotada por su sangre brava. Tres de ellos, comandaban el pírrico ejército que vestía de luces, unas luces menos rutilantes que las propias. De entre esta facción de la soldadesca, rutilaron aún más los llamados Curro Javier y Raúl Ruiz, manejando con sutileza y dominio la capa de capear en la brega y colocando soberbios pares de banderillas.

Peor aún lo pasaron los jefes de fila que visten de oro. El mexicano Arturo Saldívar, se echó al monte con un colorado, primero del festejo, que derramaba casta y nobleza por los cuatro costados, librándose milagrosamente de entrar en “el hule” en dos ocasiones. La primera, tras un volteretón al citar con la capa de espaldas en un remedo de quite, y la segunda por no acabar de desahogar al toro en los muletazos. Los toros bravos, cuando lo son de verdad, necesitan espacios creados por el muletero al final del pase, para ligar el siguiente; si se empeña en cerrar esos espacios, el toro coge por simple necesidad física: no tiene otro remedio. Así le sucedió a Saldívar, a quien nadie puede negar un afán de triunfo tan evidente como alocado. Es, simplemente, ese rapto de locura que tiene el torero en el instante en que comprende que tiene delante un toro para consagrarse en la primera Plaza del mundo, y ve cómo se le escapa el agua por entre los mimbres de un gran toro. Mejor dicho, dos, porque el cuarto fue de lo mejorcito de la magnífica corrida de Santiago Domecq: una máquina de embestir en los tres tercios de la lidia. Saldívar apostó por la temeridad de los pases por la espalda o manoletinas ceñidas, y aunque llegó a correr la mano con ajuste y templanza –el toro era almíbar puro--, dilató demasiado los trasteos, en su afán por propiciar un entusiasmo del público… que nunca llegó. Lo que llegó fue un aviso. Lote como el que sorteó no lo vuelve a tener a tiro ni en los mejores sueños. ¿Fracasó? Tampoco es eso. Estuvo valentísimo e, insisto, llegó a ligar muletazos de largo recorrido. Y punto.

El que mejor aprovechó el material de lujo que ayer se lidió en Madrid fue uno de la tierra: Fernando Adrián. Desde el primer momento, fue consciente de la bravura del segundo toro de la tarde, un cárdeno claro que tenía dos navajas por pitones y una inquietante movilidad. Le saludó en terrenos de tablas con faroles de rodillas, al modo que trajo a España el portugués Armando Soares hace una porrada de años; pero después, ya en pie, asentó las zapatillas y se embraguetó con él en verónicas de trazo limpio y notable ceñimiento. La faena fue valentísima, con obsesivo empeño por llegar a los tendidos, para lo cual echó mano de los pases cambiados por la espalda, incluso de rodillas y gran parte de ese repertorio que ha puesto de moda –ahora le llaman “crear tendencia”-- Roca Rey; pero, eso sí, entre medias intercaló muletazos en redondo y al natural de preclara magnificencia. O sea, que éste sabe lo que se trae entre manos. Por ejemplo, la espada. Entrando como una vela, enterró el acero en el morrillo del cardenito, que murió arrebujado junto al burladero de cuadrillas. Se le premió con una oreja, ligeramente protestada, premio que estimuló aún más su, de por sí, animoso talante, porque salió a jugarse literalmente la vida en el Contento precitado, el toro quinto de “la corrida de la Feria”. Pedazo de toro. No dejó de embestir a la muleta del torero en el trasteo que inició con una pedresina de rodillas, para continuar con series en redondo por ambos pitones, poniendo el ambiente a máxima ebullición. El toro era para reventar la Plaza y doy fe que Fernando lo consiguió. Sobresalientes fueron dos tandas de naturales y una con la derecha, todas ellas con el toro girando en su derredor y la muleta barriendo la arena, en un viaje limpio y lento. El epílogo de pases por bajo, sencillamente espectacular. Si no pincha antes de la estocada, puede que hubiera cortado las dos orejas de tan extraordinario ejemplar. Cortó una, por aclamación y al toro se le premió con un arrastre lento-lentísimo, en medio del clamor popular.

Al quinto toro de Santiago Domecq se le dio la vuelta al ruedo

Al quinto toro de Santiago Domecq se le dio la vuelta al ruedo

El toledano Álvaro Lorenzo se enfrentó a un toro castaño de tremenda arboladura que derrochó nobleza que embistió incansable a la muleta, en una faena plaga de pases naturales, de buen corte, pero de escasa repercusión. Algo fallaba en aquél entente, porque el torero no encandiló a la gente. Pinchó antes de la estocada y escuchó un aviso. Espoleado por el triunfo de Fernando Adrián, salió a torear de capa revientacalderas. El toro empujó una enormidad en varas y llegó a la muleta pidiendo guerra. El torero aportó la suya y ambos se dieron cita en la candente arena, uno en el burladero del 1, el otro, en los medios, con el estaquillador de la muleta tomado con la mano izquierda. Se arrancó el toro como un misil y Álvaro aguantó el tragantón con absoluta impavidez, pero en el segundo natural, el toro le entrampilló y lo campaneó ferozmente, saliendo del trance con la cara embadurnada, por fortuna, de sangre bovina… y el toro quebrantado en su carácter por el alboroto del percance. Sea por la causa que fuere, el de Santiago Domecq bajó su pujanza, aunque no su nobleza, lo cual aún permitió a Lorenzo pegar muletazos con un ritmo magnífico. Cuando se acabó el vigor del toro, la espada pinchó en hueso antes de hundirse en un estoconazo de manual. Había sonado un aviso, pero se vieron ralear pañuelos por los tendidos. Álvaro Lorenzo se quedó sin trofeo y recogió una larga ovación cuando daba la vuelta al ruedo.

Mientras sacaban en hombros a Fernando Adrián por la Puerta Grande de Las Ventas, una nube negra se cernía sobre este Madrid de capa y espada que ayer ha impulsado hacia las alturas del éxito a uno de los suyos. Un triunfo ganado legítimamente, que debería tener gratificantes compensaciones, al igual que la ganadería de Santiago Domecq, hasta el momento responsable de haber lidiado la “corrida de la Feria”. ¿Lloverá? Después de lo visto y gozado, a mí, plin.