El arte del toreo, tal como se entiende a estas alturas de nuestro siglo, pudiera considerarse hijo legítimo de dos elementos de compleja definición, pero de indispensable ayuntamiento: el temple y la emoción; bien entendido, que, precisamente, la que lleva el artículo femenino es la madre fecunda, la esencia inapelable, el quid de la cuestión. Sin emoción, esta fiesta nuestra de los toros carece de sentido; pero tampoco la podemos dejar desamparada, a merced de cualquier desaprensivo que la viole sin contemplaciones, porque entonces el fruto será cualquier cosa menos arte del toreo. De todo ello se deduce que ni el temple puede engendrar en solitario ni la emoción debe admitir garañones extraños que la monten.
Toda emoción se entiende como una alteración del ánimo del individuo, de forma puntual o continuada, bien para goce o disfrute, bien para ser causa de dolor o sufrimiento. El temple, en cambio, referido al toreo, es más abstruso de descubrir y aquilatar, porque ni es mensurable (como en los metales, por ejemplo) ni se atiene a normas establecidas. Pudiera entenderse como la capacidad que tiene el hombre para atemperar la acometida de la bestia, aplacando lo irascible, empujando lo renuente. César jalón “Clarito” le puso metáfora con su florida pluma: “Que entre huracán y salga brisa, que entre león y salga cordero, que entre loco y salga cuerdo”. La emoción llega por impulsos. El temple, por momentos. En Tauromaquia, la emoción la pone el toro y el temple el torero.
Ayer en Madrid, en la corrida número trece (y martes, además), los toros herrados con el grafismo de Alcurrucén llenaron el ruedo de Las Ventas de fuertes emociones. Gran corrida, vive Dios. Con el peso justo, baja de agujas, musculada, enseñando las puntas de su seria arboladura y acometiendo sin flaqueza a todo lo que se movía. ¿Qué algunos mansearon en varas? Desde luego; pero ni uno solo dejó indiferente a nadie, todos embistieron sin desmayo, codiciosos, metiendo el morro por abajo, con los pitones buscando la panza de la muleta y aceptando cites y estímulos en todos los terrenos. De los seis, solo dos (segundo y sexto) dejaron de ofrecer el triunfo en bandeja a los toreros. Emoción al por mayor, fue la bendita carga que dejaron en la arena de Las Ventas los toros de los hermanos Lozano.
Con esa emoción puesta en celo, solo se precisaba que el temple hiciera su galana aparición para que llegara el advenimiento de ese arte tan hermoso que tantas veces venimos reclamando. Sin embargo, pronto se pudo observar que los encargados de aportar tan esencial elemento se perdían en recovecos y acciones convencionales, todas ellas sucedáneos del temple. El Cid no acabó de tomarle el pulso al primer toro y se hartó de pegar lances y muletazos sin encontrar el ritmo a la encastada acometida del cinqueño alcurrucén, y menos aún en el cuarto, un toro de triunfo grande, bravo y noble, al que toreó en redondo con cierto relajo, pero sin apasionamiento. A mayores males, se descentró al natural y despertó el desagrado de gran parte del público. ¿Qué fue de aquél Cid, glorioso adalid de la zurda mano y glorificado por los habituales inquisidores?
Tampoco Fandiño encontró el temple en el tercer toro, otro alcurrucén que se piró del caballo pero no dio tregua al torero en la faena de muleta. Iván se mantuvo firme, valentísimo, corrió la mano con impavidez… pero demasiado “deprisica”. El temple no consiste en acompañar la violencia de la embestida, sino en conseguir aplacarla con la cargazón suave en el embroque. Las bernadinas finales, espeluznantes, fueron lo más celebrado, y si agarra la estocada al primer viaje hasta pudo haber oreja. El sexto, en cambio, fue toro duro de pelar, correoso, rebrincón, que precisaba mando y dominio previos, antes de ponerse a torear de forma convencional. Toro y torero mantuvieron un pleito desigual que se saldó a favor del alcurrucén.
El temple solo apareció una vez en la tarde. Lo trajo Miguel Ángel Perera en el quinto de la corrida, el toro de menos nervio y empuje del lote ganadero, pero al más boyante, aunque terminara rajándose y buscando tablas. En este Madrid taurino de hoy, Miguel ha de hacer frente al toro y al frentismo que le ofrece un sector del tendido. Ayer se midió al toro de menor codicia, el segundo de la tarde, que salía distraído de las suertes y acudía remolón a la porfía del matador. No dio el torero ni un paso atrás, pero sí dio la impresión de que toreaba para nadie. En cambio en ese quinto toro, cuando Fandiño hizo un quite de ¡ay! por chicuelitas, replicó por gaoneras pasándose al morito por la faja sin pestañear. Después, la faena fue de muchas pausas, dando tiempo a que el toro se recuperara de las series –mucha muleta a rastras–, hasta bordar dos de naturales, lentísimas, largas, de indudable belleza. Ahí está el temple, tirando del toro despacio, despacio, despacio, con los pitones a milímetros de la franela, desde allí hasta allá. Ahí está el toreo. La plaza rugió, y solo la espada (el toro perdió las manos en las dos entradas) privó a Perera de llevarse un premio más tangible que la rotunda ovación que saludó desde el tercio.
En estos tiempos de tanta penuria, de tanto agorero acerca del futuro de la fiesta de los toros, es un gozo constatar que la reserva del temple aún está infiltrada en la muñeca de algunos toreros y la de la casta brava sigue latente en nuestros campos.
Madrid. Feria de San Isidro. 13ª de abono. Casi lleno.
Toros: Seis de Alcurrucén, preciosos de estampa, en línea “núñez”, serios de testas, algunos mansearon en varas, pero, en general fueron codiciosos y prontos en el tercio final. Dieron un gran espectáculo, por su encastada movilidad. Deslucido, por distraído, el segundo, y por su aspereza el sexto.
Toreros: Manuel Jesús “El Cid” (de grana y oro), estocada bajera y otra mejor colocada (aviso y silencio), estocada y descabello (aviso y leve división); Miguel Ángel Prerera (de verde botella y oro), estocada caída (silencio), pinchazo y estocada trasera y tendida (aviso y gran ovación); Iván Fandiño –sustituto de Sebastián Castella—(de turquesa y oro), pinchazo y gran estocada (aviso y gran ovación), estocada trasera y descabello (silencio).