Pues, sí, la verdad, al menos dos toros de Garcigrande no debieron salir ayer al ruedo de Las Ventas. El primero, por feo, y el tercero, por flaco. Aquél tenía nombre de mandamás de barco (Patrón), y éste del licor (Cuarenta y tres) que las mujeres de mi familia se echaban por Navidades, con sumas precauciones (un culín), para amagar con ponerse piripis.
La Plaza de Madrid siempre ha tenido fama de exigente con la presentación del toro. Y cuando digo presentación no me refiero solo a la imagen de respeto y temor que inspire su figura, su estampa; también es importante la belleza de líneas. Los feos, no tienen sitio en Las Ventas. Ya lo cantaban Los Sirex cuando la gente universitaria iba al Consulado de la calle Atocha a pillar cacho: “¡que se mueran los feos!”, pedían a grito pelado los miembros de este conjunto de moda al filo de los 70, lo cual me sirve ahora de base para hacerme la ilusión de que también la frase podría aplicarse a los toros de lidia. Toro feo, o toro flaco, ¡puerta!
El tal Patrón fue recibido por un amplio sector de público con una gritería descomunal. Parecía que la cosa estaba prefabricada, diseñada, urdida por una marinería amotinada. Era este garcigrande más bien chico, acochinado y cuellicorto. Feo. Y, para colmo, manso acobardado. Ni un lance de capa, medio decente, le pudieron dar. Iturralde, en cambio, le dio caña con la vara de picar cuando se acercó por sus dominios y Morante pidió la espada de acero para empezar la faena, no pudiendo siquiera intentar un esbozo de toreo en redondo. El feo no se dejó torear y Morante tampoco le quiso llevar la contraria. Lo que vino después fue una serie de pinchazos y una escabechina esperpéntica con el animal desangrándose al hilo de las tablas. El flaco era de pelo colorado, culipollo, largo y noble. Otro que tal baila. Madrid quiere carnes macizas, no raspas.
No cabe duda de que el público que colocó el segundo No Hay Billetes de la feria, fue a Las Ventas con el moranteo rondándole la cabeza. Después de lo de Sevilla, ¿qué hará Morante en Madrid? Se hacían apuestas, con mayoría absoluta de quienes vaticinaban una nueva apoteosis del de la Puebla; pero si nada sucedió en el toro feo, peor aún fue lo del toro negado; porque el cuarto, fue un ejemplar que era la negación absoluta y merecía haber pasado por el escáner del sicoanalista. ¿Qué le pasaba al toro? Nadie lo sabe… ni lo sabrá. Un toro que anda (anda, sí; no corre) por el ruedo husmeando la arena, amagando arrancadas que nunca rompen, reculando, escarbando con el hocico entre las manos, y se niega a recorrer no más allá de un par de metros, es, cuando menos, un toro raro; pero raro-raro-raro, que diría aquél Iglesias, progenitor del famoso cantante. Morante no pudo sino intentar un toreo por la cara, pero ni eso era capaz de tragarse el toro. Éste sí que no tenía un pase. Así que José Antonio repitió el calvario anterior, solo que corregido y aumentado. No sé cuantos pinchazos precedieron a un verdadero recital de fallos con el verduguillo. Ni me molesté en contar lo golpes. A Morante le dieron un aviso, pero por momentos temimos que sonaran los tres. Casi dio igual, porque la bronca fue de categoría. La que le corresponde a una máxima figura del toreo, que en cuestión de broncas, también hay clases.
Vayamos ahora con lo más exitoso de la corrida, que de todo hubo. Por ejemplo, la faena de Emilio de Justo al segundo toro, un negro listón alto de cruz, aleonado, cornalón y astifino, pero bravo, muy bravo y encastado. Empujó en varas, tomando una larga y dura y otra más aparente a cargo de Juan Bernal. En ese momento de la corrida, el viento comenzó a entrar racheado, estorbando de forma palmaria la labor del torero. Con las telas bamboleándose al ritmo del soplido racheado del viento, daba miedo ver a Emilio de Justo desafiando a los dos puñales del animal y, a la vez, tratando de dominar el flamear de la tela roja para encauzar las embestidas vibrantes del codicioso toro. ¡Qué mérito, señores! Qué difícil tiene que ser estar atento a tantas y tan variadas adversidades. Se sucedían los pases en redondo, templados y ceñidos, con las zapatillas hundidas en la arena, y el toro seguía poniendo de manifiesto su magnífica entrega. Qué esfuerzo el del torero. Qué codicia la del toro. Faena de premio, entre la adversidad climática ambiental y la calidad de unas series de muletazos de categoría. Pero falló la espada y Emilio tuvo que conformarse con saludar una ovación.
El coloradito flaco también fue un toro noble y codicioso, de los que “colocan” muy bien la cara en los utensilios de torear y se desplazan con ese rebosamiento tan gratificante para el artista. En este aspecto, fue un gran toro. Tomás Rufo lo toreó de capa con decisión, aunque sin apreturas y echó las dos rodillas al suelo en un vibrante comienzo de faena, que acabó con pases en redondo ligados en tan incómoda como riesgosa postura. La faena tuvo altibajos, pero el público entró de inmediato en ella y gran parte –solo gran parte-- se puso a favor del joven torero, que supo aprovechar las embestidas, combinando momentos felices con otros menos conseguidos, en los comienzos, el núcleo y los remates. Lo que sí carburó –¡y de qué manera!—fue la espada. Estoconazo de Tomás y una oreja más al esportón. ¿Habrá Puerta grande para él? No la hubo porque el sexto toro, también feote, cumplió pronto su cupo de embestidas “toreables” y acabó a la defensiva. Además, lo pinchó dos veces antes de la estocada letal.
Lo mejor de la tarde, con diferencia fue la actuación de Emilio de Justo en el quinto toro de la corrida. Un gran toro, sin duda. Realizó un magnífico tercio de varas, tomando dos buenos puyazos de Germán González y acudió presto a los banderilleros, propiciando el lucimiento de Morenito de Arles y Pérez Valcárcel. Llegó a la faena de muleta con redoblados bríos y no se cansó de de embestir. Un toro bravo y encastado, de los que “transmiten” emociones al graderío. La faena de Emilio tuvo algunos conatos de incertidumbre, más por la codicia del toro que por las facultades y expresión artística del torero, que no dejaron lugar a dudas. Hubo pases naturales de gran belleza y toreo en redondo con la mano derecha de muchos quilates, finalizando con ayudados por bajo. Todo ello muy jaleado por el público. La estocada, impecable, presagiaba un triunfo importante. ¿Dos orejas? ¿Una, solamente? Ésa era la cuestión. Mi opinión: la muerte del toro, larga y bella, propició un cierto enfriamiento en la petición del público, por eso quizá hubo dudas en el Presidente; pero, al final se decidió por el doble trofeo. ¿Justo el premio a De Justo? Si el toro cae fulminado no creo que nadie discutiera el doble trofeo, pero… Así y todo, salió en hombros por la Puerta Grande. Grande premio para un torero que sufrió el año pasado una cogida escalofriante en este mismo escenario que a punto estuvo de dejarle inútil para el toreo, motivo por el cual el público le obligó a saludar una cerrada ovación tras el paseíllo. Al toro se le dio la vuelta al ruedo, en mi opinión, también justamente. Si un toro que hace un gran tercio de varas, acude con alegría al cite de los banderilleros, es una máquina de embestir durante una larga y fatigante faena de muleta, y con una estocada en la yema se resiste a rendirse durante largos minutos, hasta morir con la boca cerrada, ¿a qué toro se la van a dar?
En el western de ayer, en Madrid, el Bueno fue Emilio de Justo con un gran toro y el Feo y el Flaco, otros dos del mismo hierro, todos de Garcigrande, Las Ventas, queridos míos, de vez en cuando es también una máquina de veleidades o sinrazones, a cual más sorprendentes. Qué le vamos a hacer.