El ave que no vino

Juan BautistaDe pronto, el cielo brumoso se puso a negrear y redondeó un nubarrón antológico. Eran cuarto para las siete de la tarde, la hora cabal en la que había de sonar el clarín en la décima tarde de toros consecutiva en las Ventas, y la burbuja lombarda se abrió: ¡agua va…! Lluvia fría, intensísima; granizo agarbanzado y viento huracanado. Chuzos de punta. La gente se arremolina en los pasillos interiores de la plaza y bloquea las bocanas de los tendidos, desde cuya claridad se enseñorea el diluvio. Renuncio a mi asiento habitual en la intemperie del 1 y busco refugio en la grada del 3, a cubierto del inclemente panorama. Abajo, la paraguada multicolor cobija a los más heroicos cuando al ruedo, ya encharcado, salen los toreros.

Hoy, también tenemos mexicano en el cartel, así que, mientras observo con estupor cómo la tormenta arrecia y cómo aguantan el chaparrón las gentes santas que no renuncian a nada con tal de que salga el toro, me coloco en el pequeño hueco del escaño que encuentro libre, casualmente enfrentado a una de las sólidas columnas de fundición que forman el entramado estructural de las localidades altas: “Compañía Euskalduna Madrid” se puede leer en el fuste. Se puede y se ha de leer, forzosamente, aunque uno no quiera, porque es lo primero que encuentra el campo visual. Un sevillano ya lo dijo en la Maestranza: es una localidad de espía; una madrileña me lo puso en castizo: es una localidad de tenis.

En seguida me percaté de que habría de someter a las cervicales a un permanente movimiento pendular para recabar lo que ocurría en el ruedo, asumido lo cual, y mientras la tormenta parecía no dar tregua, recordaba aquella celebérrima crónica del crítico mexicano “Don Dificultades”, a propósito de la apoteosis de Lorenzo Garza en la plaza El Toreo con el toro “Amapolo”, de San Mateo. “Ave de las Tempestades” le llamó el periodista al torero, comparándole con el pretel, un extraño pájaro marino que anida donde la tierra falta y remonta el vuelo cuando la tempestad arrecia. Y como sobre la arena mojada aleteaba en probaturas el capote del güero Payo, me asaltó de pronto la sensación de que las circunstancias bien podrían servirme en bandeja una efeméride similar ¡y en Madrid! ¿Por qué no?

Entretanto, iban saliendo a la arena los toros de Torrestrella. Bellísima corrida. Variada de capa, fina de hechuras y muy armada. Corrida que hubiera sido de altísima nota con una miaja más de fondo. A la pintura de toro que abrió el festejo le faltó humillar en la embestida y a la faena de Juan Bautista le faltó más convicción. ¿Llovía? No, diluviaba; pero, precisamente, en tardes parecidas es cuando el francés consiguió su mejor rédito en Madrid. Insulsez en los pases es igual a indiferencia en el tendido. Con el cuarto toro, más de lo mismo: el torero empleándose a un trasteo rutinario y el toro apagándose en desesperante progresión. Y para entonces hasta había salido el sol.

Un nutrido fajo de verónicas, ganando espacio hacia los medios y tres remates inspirados y reunidos, levantaron los mayores clamores de la tarde. Matías Tejela se percató muy pronto de la encastada nobleza del segundo toro de Álvaro Domecq y repitió, torerísimo, por chicuelitas ceñidas y en un vistoso galleo por tapatías. Pareció que se aproximaba el advenimiento de una faena de relumbrón, pero muy pronto el torrestrella comenzó a dar síntomas de fatiga y el torero a contemplar cómo la escalera del éxito comenzaba a perder peldaños. Las tandas sobre ambas manos fueron cortas y no acabaron de calentar al tendido. Una excelente estocada dio paso al flamear de pañuelos ¿Suficientes para conceder la oreja? El presidente, ante todo una especie de jefe de contaduría del interior de la plaza, no lo vio así. Yo tampoco, pero no por contar pañuelos, sino por contar lo que ocurrió en el ruedo. El más flojo del precioso encierro de Torrestrella fue el quinto, y con él Matías se comportó como un voluntarioso profesional, algo que, supongo, estará bien lejos de desear el propio torero. Se limitó a dosificar las embestidas del toro y a cubrir el expediente con dignidad.

En esas estábamos cuando ya hacía casi una hora que el tercero de la corrida colgaba de los garfios del desolladero, y resulta que para entonces, cuando la tarde había aclarado, el mexicano Octavio García “El Payo” no se había aclarado con el toro, un torrestrella que no fue ni mejor ni peor que los lidiados por sus compañeros de cartel. La tormenta no había excitado al petrel que, supuestamente, podría anidar con El Payo. Quizás en el sexto, un toro de pelo sardo cuya presencia en la plaza fue saludada con una ovación. Toro encastado, bravo y bonito y cielo tormentoso en la negrura de la anochecida. ¡Estas son las condiciones para que el pájaro remonte el vuelo!, pensaba uno, sinceramente interesado en las buenas condiciones que mostró este joven mexicano cuando debutó de novillero en este mismo ruedo. ¡Vamos manito! Pero el manito no dio una a derechas. Ni a izquierdas. Ni con la capa, ni con la muleta, ni con la espada. Daba la sensación de estar atenazado por los livores del miedo, como si a este Payo se le hubieran contagiado los canguelos típicos del calé de carromato cuando ve recortarse la silueta de los picoletos por el horizonte. Petardo del Payo en toda regla. El Ave de las Tempestades no tiene segunda edición. No vino en Iberia. Ni en Ave.

Madrid. Feria de San Isidro. 10ª de abono.

Toros: Torrestrella, magníficamente presentados, variados de capa y bien armados, en general nobles y faltos de fondo.

Toreros: Juan Bautista (de plomo y oro), media caída (silencio), estocada y tres descabellos (silencio); Matías Tejela (de sangre de toro y oro), gran estocada (aviso, petición y vuelta), pinchazo, estocada y dos descabellos (silencio; Octavio García “El Payo” (de azul y oro), dos pinchazos, estocado asomando y cinco descabellos (aviso y pitos), pinchazo y estocada (bronca). Lleno. Llovió torrencialmente hasta la lidia del segundo toro.