Ayer mismo, cuando la anochecida se apoderaba de la ciudad francesa de Dax, Daniel Luque acababa de escalar hasta la cúspide del toreo, ese lugar onírico donde los más grandes –dos o tres toreros, no más—de esta época se debaten por empuñar eso que llaman “el cetro”, especie de bastón de mando figurativo que corresponde a la máxima jerarquía entre los de mayor rango y prestigio, entresacados de ese batallón en que militan algunos seres humanos, alistados voluntariamente a la colosal aventura del toreo, ese juego de locos donde la muerte zascandilea entre los cuernos de un rumiante, deseando estrenarse en la carne joven de una tarde de sol, o de lluvia, que tanto da. Una tarde a secas. Una tarde hecha para la desesperanza o el delirio.
Ayer, en Dax, distrito de la muy taurina comarca de Las Landas, se vivió una de las tardes de toros más apoteósicas que se recuerdan. Una efeméride para la historia, una corrida memorable. Ya pueden tratar de minimizar el acontecimiento, ya pueden poner tachuelas en las roderas del recuerdo, porque será inútil: a estas horas que estrenan el nuevo día, 14 de agosto, quienes asistieron al festejo hasta llenar la Plaza a reventar salieron de ella con la sensación de haber presenciado algo irrepetible. No tanto por los premios que recibió el torero, protagonista del siempre arriscado –y arriesgado—empeño de afrontar la lidia y muerte de seis toros, uno a uno, sin solución de continuidad, sino por la explosión de arte que le estalló entre las manos. Fueron seis lecciones de historia del arte, aplicadas a la difícil disciplina de la tauromaquia, seis documentos grabados con cámaras de alta definición, alguno de los cuales me he permitido repasar con verdadera fruición. En las imágenes que ya circulan por esas autopistas de la noticia recién horneada que son las redes sociales se puede ver torear a Daniel Luque como los ángeles quisieran torear, y embestir a los toros de La Quinta como quisieran que embistieran los suyos todos los ganaderos de bravo del mundo. No se puede torear más despacito con capote y muleta, ni recrearse tan intensamente con el toro como lo hizo Daniel Luque en el coso taurino de una ciudad de “p’allá arriba”, ubicada en la tierra por donde necesariamente hubo de pasar el duque de Anjou, con sus diecisiete años a cuestas, para coronarse en esta otra tierra, nuestra, como el quinto Felipe de la monarquía española. ¡Qué feliz debe sentirse el torero cuando se integra hasta las cachas en su propia obra, en esta ocasión, con soporte (el toro) y todo. Así he visto a Daniel Luque, después de coronar su magistral actuación: feliz como la perdiz del cuento. Una felicidad envuelta en blanco y plata con los remates negros y una indumentaria que acabó teñida en rojo por el delantero de la taleguilla, hasta los machos, de tanto rebozo con la sangre brava. Un vestido destinado a grandes ocasiones que será, inexorablemente, colgado en la guardarropía de lo inolvidable.
Me alegra especialmente la apoteosis que ayer protagonizó este torero de Gerena, con el que me permití la licencia de vaticinar su exitoso viaje hacia el estrellato hace tan solo dos años y pico (concretamente, el 4 de marzo de 2020), pocos días antes de que nos invadiera la maldita pandemia. Entonces, a la vista del nuevo panorama que se traslucía en su semblante y por las nuevas formas que esgrimía en los ruedos, me atreví a proclamar en este mismo soporte informativo que ya se hallaba “fuera del túnel”, en referencia al cuarto oscuro en que se ven recluidos quienes se sienten, en todos los sentidos, abandonados por la fortuna, y no a ese lóbrego escondijo donde los trenes cambian el ronroneo pesado y monótono, o donde –figuradamente-- se esconden las gentes de coleta que trapichean con sus emolumentos. En uno u otro caso, ¡qué triste debe ser “tener que pasar por el túnel”.
Ayer, Daniel Luque demostró estar, no ya fuera del túnel, sino en disposición de formar parte del elenco escueto y principal de su generación. Cortó siete orejas y dos rabos (uno, simbólico), bordó el toreo y manejó la espada con una suficiencia y una seguridad que le ameritan como estoqueador impecable, de los que hacen época. Claro que, también, tuvo la fortuna de enfrentarse a una corrida de toros excepcional, herrados con el marbete de La Quinta. A dos, se les premió con la vuelta al ruedo en el arrastre y uno –el sexto, de nombre Sardinero-- fue indultado entre el clamor popular. Por este motivo, lo de ayer en Dax excede de lo que rutinariamente puede considerarse una gran corrida de toros, o el gran triunfo de un torero. Esto es otra cosa. Es la ratificación de que Daniel Luque es un torero de extraordinaria calidad y un gallo de pelea difícil de destronar. Sabe el frio que hace ahí fuera; y sabe, también, donde está la estufa reparadora, aquella que obliga a ratificarse un día y otro, y otro, y otro… En esas está, ahora mismo, este gerenero indomable. Átense bien los machos quienes quieran parar a quien se muestra imparable.
Así que, si me lo permiten, déjenme que el que suscribe recuerde su vaticinio en la fecha arriba señalada: Si tuviera que apostar por una revelación, me apunto a la casilla de Luque, un torero fuera del túnel. Me gusta el riesgo.
Dicho lo cual, comprendo que habrá quienes notaran un revoltijo en las tripas, a la vista del temporadón que está haciendo este torero, arrasando en la primeras Plazas del país, así como en ciudades y poblaciones adyacentes. Esperarían el fiasco; pero va a ser que no. Lo siento por ellos.