La corrida comenzó con un “tragantón”, lo cual en versión descriptiva y traducido al cristiano puede resumirse así: el primer toro de Victoriano del Río, “Jarretero” de nombre, observa desde la raya del tercio, frente al burladero de cuadrillas, cómo un torero, de nombre Sebastián, se va para los medios mientras calibra la intensidad del viento y su influencia en el manejo de la muleta. Se para el hombre, pero no se paran ni el viento ni el toro. La flámula, flameante, descubre la anatomía toreadora, y de la confluencia de estos factores surge el “tragantón”: Sebastián (Castella) y el de Victoriano (“Jarretero”) se funden en un choque bestial que pudo tener funestas consecuencias. Cala el pitón del toro las ingles del torero y el público, sobrecogido, contempla cómo brota un lamparón sanguinolento que va ganando espacio sobre el raso de la taleguilla. Daba miedo ver a Castella mantenerse impávido ante la adversidad, con el cuajarón de su entrepierna oscureciéndose por momentos, pero sin que se le mudara “la coló”. Pedazo de tío, este francés, que renunció a irse para la enfermería y se empeñó en pegarle pases al astifino cornidelantero que amenazaba con reeditar su “hazaña”, aunque obedece al toque de la muleta y toma los vuelos con encastada nobleza. Sus embates precisan mando. A base de quietud (¡qué remedio!) Castella se hace dueño de la situación y acaba mandando en la desigual pelea. Desigual y larga, tanto que le envían un aviso antes de que reviente al toro agresor de un espadazo fulminante. Nadie que tenga un mínimo cupo de sensibilidad puede discutir el premio de la oreja, y sin embargo hubo quien hasta pitó al francés por haber tenido el descaro de jugarse la vida limpiamente y plantarle cara a la más dura de las adversidades: superar a la vez el dolor del pitón y la crueldad del tendido. ¡Chapeau!
Consciente de que si ingresaba en el quirófano no lo dejarían salir, aguantó impertérrito, con su fatiga a cuestas, hasta la lidia del cuarto toro, un “victoriano” con cuajo, bravo y repetidor, al que se enfrentó con el inequívoco afán de formarle un lío gordo. No lo logró, y el gesto no alcanzó la categoría de gesta. Los retazos aislados de toreo templado sacaron a flote la nobleza del toro. Con el torero sin curar y el público curado de espanto, el esfuerzo acabó desbordando la paciente comprensión de la concurrencia.
Manzanares tiene un problema en Madrid. Ha osado repetir este año apoteosis en la Maestranza y por acá estas cosas suelen pasar un recibo con altísimo impuesto sobre el valor añadido. Tal y como se barrunta el panorama, lo tiene crudo. Entre ponte aquí y vete allá, que sí, que no, que a la Parrala le gusta el vino, le aguardan con las del Veri. En otro momento, aquí mismo, en las Ventas, hubiera armado la escandalera haciendo exactamente lo mismo que hizo en el primer toro de su lote, el más bravo del lote enviado por el ganadero de la sierra de Madrid. Toreó con reposo a la verónica y principió la faena con una primera tanda ampulosa, ligada, quizá con una ligazón demasiado periférica, pero elegantísima, y continuó con varias series de bello trazo, celebradas por la gran mayoría del público y contestadas por la picazón cojonera que mosconea pinteando por los tendidos; no por nada, sino por incordiar al intérprete: ¡Que nooooó…! Se ningunea a Manzanares, que para eso es figura y estamos en Madrid. Citó a recibir y clavó en dos tiempos al encuentro. La ovación grande y los pitos chicos se mezclaron al saludar. El toro badanudo que se jugó en quinto lugar fue bravo, pero con matices. Trujillo clavó un par colosal y su jefe de fila creyó que las buenas embestidas del comienzo de faena iban a ser la tónica general de comportamiento. No fue así. El toro tomaba bien el primer muletazo, se lo pensaba en el segundo y negaba el tercero. Tal actitud le costó a José Mari algún serio contratiempo, aunque no alcanzó la categoría de “tragantón”, y acabó aguantando parones y la pertinaz intransigencia. El volapié fue de libro, digan lo que digan, y por sí solo valió la rotunda ovación.
Como tantas veces ocurre, cuando a un torero se le espera con la escopeta cargada, a otro, se le pone pólvora mojada y un tiempo de veda. Se la da tregua. Cuartelillo. Talavante está en esa tesitura en Madrid, pero vaya por delante que su actitud responde con creces. Se apretó en quites con el capote a la espalda, toreó con donosura y chispa de gracia por delantales, y se pasó hierático a sus dos toros por acá, por allá y por acullá, entre el general beneplácito. Lástima que a su primer toro (con el hierro de Toros de Cortés, cuya presencia fue una descortesía y fue justamente protestado) no acabara de tomarle el pulso con la muleta, a pesar de que le echó los flecos abajo, logrando algunos pasajes de cierta hondura, y tampoco encontró los ritmos con el burraco que cerró el festejo, un toro codicioso que terminó acortando las arrancadas. Pero goza de buen trato, y eso es primordial en esta plaza. En cuanto se acople con un toro y le soplen las musas, éste público se le entrega. Ya lo verán. Talavante forever. Hasta que llegue arriba del todo, y entonces…
Madrid. Feria de San Isidro, 8ª de abono.
Toros: Cinco de Victoriano del Río, dispares de presencia y nobles en general. Uno de Toros de Cortés (3º), terciado, con movilidad y a menos en la muleta.
Toreros: Sebastián Castella (de malva y oro), Espadazo fulminante (aviso y oreja, Estocada trasera (aviso y aplausos cuando pasa a la enfermería); José María Manzanares (de azul rey y oro), estocada aguantando (ovación) y volapié (ovación); Alejandro Talavante (de pizarra y plata), dos pinchazos y estocada (silencio) y estocada atravesada y descabello (aviso y ovación).
Incidencias: Lleno de “No Hay Billetes”. Bregó superiormente Curro Javier y Trujillo colocó un magistral par de banderillas. Tras la lidia del quinto toro ingresó en la enfermería Sebastián Castella, para ser intervenido de una herida en el muslo derecho, de 10 centímetros que alcanza el pubis. Pronóstico reservado que le impide continuar la lidia.