Ayuso, ovación y vuelta 

Ayuso, ovación y vuelta 

Ayuso, de Jean y Plata

Estaba Madrid que daba gloria verlo, ayer al mediodía. Mañana radiante, de calorazo estival en plena primavera. La Puerta del Sol, abigarrada de gente a la hora de comer, todavía rezumaba algarabía contestataria por la calle del Arenal, y un folclore –dicen-- típicamente madrileño alegraba las pajarillas del alma a los transeúntes que se agolpaban en los teatros improvisados al aire libre, con sus trajes –dicen—regionales y sus instrumentos de cuerda, que sonaban divinamente junto a las afinadas voces del coro. De esto último puedo dar fe; pero lo de los trajes, a fuer de lego en la materia, habrá que creer en su veracidad como indumento representativo del Foro, sabe Dios cuantos siglos atrás. Hablando de trajes, ayer era tarde de toros. De corrida especial. De la goyesca anual que llena la calle de Alcalá de coches de caballos engalanados y el ruedo de la Plaza de Las Ventas de gentes que ya tenían su localidad calentita en el bolsillo –veintiocho grados a la sombra--, para izarse después hasta sus asientos respectivos, remedando lo que sucedía en los tiempos de Goya en la Plaza de la Puerta de Alcalá durante aquellas corridas que pintó como nadie el genio de Eugenio Lucas y ahora, en la Imponente Monumental de Madrid, lo retratan cámaras digitales de última generación. La Goyesca, pues, estaba lista para recoger el legado de aquellos años en que reinaba el segundo Borbón, Fernando VI, y el ruedo de Las Ventas, limpio como el jaspe, se hallaba presto para albergar a centenares de espectadores, mientras, en el patio de cuadrillas, los toreros aguardan el toque de clarín enfundados en extraños uniformes que tratan de integrarles en tan lejana época. En efecto, los toreros que intervienen en la típica Goyesca, también van de “goyescos”, quiero decir, que intentan cubrirse con las vestimentas similares a las que lucían los Pepe Hillo, Costillares y Pedro Romero y compañeros mártires (aunque sin llegar a la redecilla en el cogote), los tiempos en que todo lo que rodeaba a Goya era, de verdad, goyesco. Pero, en fin, en fin, tampoco pidamos demasiada fidelidad “uniformante” a los sastres de toreros contemporáneos.

Prolegómenos de La Goyesca.

A escasos cinco minutos para las seis y media, apareció por el callejón del tendido 1, a mano derecha, una bella dama ataviada con chupa “torera”, adornada por hombrillos bordados en plata --sus “machos” bamboleantes-- y el delantero cubierto por muletillas, también de plata, y remates de seda blanca. Iba envuelta en una turbamulta expectante cuando estalló una gran ovación, mientras iniciaba una despaciosa la vuelta al ruedo, que no va más allá de un cuarto de vuelta, lo que dista su burladero del callejón. Muy pronto fue identificada: era la Presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, que venía intervenir en un “tentadero político”  en Sol y no quería perderse la tarde de toros en Las Ventas. La primera ovación de la tarde fue, pues, para la que vestía de Jean y Plata. Una “pasada”, en el más amplio y variopinto sentido de la expresión.  

Desde ese privilegiado refugio presenció Ayuso el mano a mano que dirimieron Uceda Leal y Fernando Robleño, dos toreros de la tierra, dos madrileños que ya saben lo que es triunfar en Las Ventas. De momento, un sector del público decidió que, tras el paseíllo, salieran a saludar una ovación de bienvenida –especialmente a Robleño, por la faena al toro de Escolar--, en señal de complacencia por haber comparecido esa tarde y a esa hora en la Goyesca de Madrid. Saludaron la ovación y se metieron para dentro. Ahí viene el toro.

El toro pertenece, como todos los de la corrida, a la ganadería de Valdefresno, que es hierro ganadero bien conocido en esta Plaza. Es cinqueño, como los que están enchiquerados. También es abanto y mansea en varas, reacciones propias de este encaste. Le inquieta todo lo que se mueve por el ruedo, que es mucha gente; pero cuando se queda a solas con Uceda, rompe a embestir con ese tranco galopón, de toro noble de una ganadería brava, especialmente las que proceden de esta línea conde de la Corte-Atanasio.  Toro para reunirse con él y torearle a placer, para “cuajarlo” por ambos pitones, porque el animal no veía más que muleta. Lo consiguió el torero en algunos bellos pasajes, pero dio la impresión de no haber explotado al máximo ese caudal de bravura atemperada que tantas tardes de gloria proporcionó a las figura del toreo de pasadas generaciones. Para colmo, Uceda Leal lo pinchó dos veces antes de la estocada. La ovación no creo que confortara al matador. Un caso curioso ocurrió en el tercer toro de la corrida, que salió con más brío que los anteriores y posteriores. Metió el toro, de un seco derrote, los pitones entre las tablas del burladero del 1 y, lógicamente, salió con ellos ligeramente deteriorados. Escobillados los dos: las tablas y los cuernos. Entonces, un pequeño grupo de espectadores –no de aficionados, ni siquiera de asistentes atentos a la lidia—comenzó a clamar al cielo por el “escobillamiento”, denunciando un flagrante caso de corruptela por afeitado (supongo). Ya podía el toro empujar en varas, que la gritería, perfectamente localizada, siguió erre que erre. En esas condiciones transcurrió la lidia de este toro que, en verdad, duró un suspiro, probablemente, por el aburrimiento que destilaba tanta incompetencia de arriba… y abulia de abajo. Estocada al hilo de las tablas, y a otra cosa mariposa. La otra cosa fue el quinto toro, un colorado silleto y largo, muy “parladeño”, que fue noblón pero duró un suspiro. Agotado desde el inicio de faena, terminó rindiéndose al hilo de las tablas, donde Uceda Leal lo fulminó de un espadazo.

Antes de todo eso, Robleño había parado los pies al segundo valdefresno de lidia ordinaria, que acabó perdiendo los mismos (los pies y las manos) en el primer tercio y fue devuelto a los corrales. El sobrero, de José Luis Pereda, serio, largo y astifino, recibió un buen puyazo de Francisco Javier González y dos buenos pares de banderillas de José Chacón y Fernando Sánchez. Con este toro, Fernando Robleño se afanó animoso, sin lograr apenas destacar en la faena de muleta. Dos pinchazos y estocada. Toro deslucido/ torero voluntarioso/silencio en las masas. En cambio el cuarto fue el otro gran toro de la corrida de Valdefresno. A mi espalda, alguien dijo que parecía cruzado con un cabestro, por lo complicado de su “berrendez”. Dice el programa de mano que es “negro salpicado”, pues bueno está; pero, fueraparte de estas connotaciones cromáticas, fue un toro bravo y codicioso, que empujó en varas y galopó en banderillas, destacando en este tercio el par de César del Puerto Llegó a la muleta queriendo comérsela, con tranco largo y viaje humillado, especialmente por el pitón izquierdo. Por este lado lo quiso exprimir Fernando Robleño, y a fe que logró algunas tandas (tres) de plausible ligazón y bello y trazo. Por la derecha también embistió con fijeza y nobleza. ¿Qué más se puede pedir a un toro? ¡Y en Madrid! ¿Dio Robleño buenos muletazos? Sin duda; pero era toro de lío gordo, y así se lo habrá llevado para su coleto este torero madrileño que tantas expectativas despertó la pasada temporada tras su faenón al toro de Escolar. Lo pichó dos veces antes de la estocada y recibió un aviso. Quizá si lo remata con una estocada fulminante hubiera cortado una oreja, pero… En el grandón sexto, nada pudo hacer el torero, porque el de 620 kilos --un poco descabalada la corrida, sí— solo permitió que se lucieran en banderillas Andrés Revuelta y, de nuevo, Fernando Sánchez. Comenzó abanto y terminó huidizo. Ni un pase. Estoconazo. Se acabó lo que se daba.

Lo que se daba –lo que se dio-- fue mucho menos de lo que se esperaba de esta corrida, tan bien publicitada, decorada y servida como acontecimiento. La Plaza casi se llenó. Dos toros pudieron irse al desolladero sin las orejas y la tarde fue espléndida; pero, ¡lo que son las cosas!, la ve Goya y no se le ocurre nada que llevar a su paleta. O sí; quizá hubiera retratado a la bella mujer que llegó a la Plaza ataviada con una chaquetilla vaquera salpicada con pasamanería blanca y cordoncillos de plata; porque, en definitiva, Isabel Díaz Ayuso, vestida de Jean y Plata, fue quien se llevó la mayor ovación de la tarde en ese cuarto de vuelta al ruedo que dio por el callejón. Aunque no se pusiera delante del toro y se fuera de la Plaza a la muerte del quinto. La cosa electoral, a veces, genera estos estrambotes.