A sangre (brava) y a fuego (lento)

Paco Ureña y la muerte de por medio.

Plaza 1Paco Ureña y la muerte de por medio

A la de la Prensa, acudió el Rey. Entró en la Plaza pocos minutos antes de que se iniciara el paseíllo y se sentó en una barrera del 9. Observen el contrasentido de su posición en las localidades: a su derecha, Iceta, ministro de Cultura y Deportes y a su izquierda el torero Paco Ojeda. No me cuadra. Si le hubieran preguntado al monarca, de seguro hubiera cambiado la ubicación protocolaria. A Iceta, desde luego, lo de la derecha, aunque sea la del Rey, de seguro no le sienta bien; y a Paco, probablemente, lo de la izquierda, solo para torear por naturales. En cualquier caso, gracias, Señor, por su implicación –aunque sea puntual—por la tauromaquia. Me gustaría saber lo que le habrá contado Ojeda durante el desarrollo de la corrida, una corrida soberbia de presentación, complicada, exigente, pero con algunos toros de exquisita nobleza y embestida con los hollares resoplando la arena del ruedo. En aquél triunvirato –terna es más taurino—Iceta, el hombre, seguro que no dijo ni mú; era mero argumento decorativo, como el ninot de una Falla; pero también se agradece su presencia. La educación, ante todo.

He de confesar que no tengo información fehaciente acerca de la unión de intereses que concurren entre la empresa Plaza 1, la Comunidad de Madrid y la Asociación de la Prensa. Antes, sí. Antes, se sabía que la corrida era organizada por la Casa de los periodistas y que el beneficio, si lo hubiere, iba destinado a sus paupérrimas arcas; pero en estos tiempos, la corrida entra en el abono de San Isidro como una más de las que concurren en la feria de San Isidro. Tampoco, a estas alturas, tengo noticias de sí se disputaba o no la Oreja de Oro, clásico galardón de este festejo. Eso, sí, ya son historia aquellos rifirrafes entre Manuel Báez, Litri y Cayetano Ordóñez, Niño de la Palma, allá por los mediados años 20 del pasado siglo. O el mano a mano apasionante del 52, entre Jumillano y Pedrés, novilleros ambos, o las más recientes y triunfales encerronas del Niño de la Capea y Roberto Domínguez con seis de Victorino Martín en el 88 y 89, respectivamente. ¡Ah, Victorino! ¡Qué efluvios tan gratos han dejado tus toros –uno de ellos, indultado-- en esta Plaza de Las Ventas! ¡Cuánto te debemos sus habituales inquilinos!

Ayer, la corrida de Victorino y de la Prensa, cerraba el ciclo ferial, que no feriante. El título de “feria” se acopla en Madrid por puro mimetismo con aquellas ciudades en que las corridas son mero complemento festivo con las transacciones de ganado, entre chalanes y labriegos. En cualquier caso, vaya por delante una declaración sin ambages: fue una señora corrida de toros. O un “corridón”, como ustedes quieran. Seis ejemplares cárdenos, todos cinqueños, fibrosos, vareados de carnes, duros de patas y con armamento suficiente para ponérselos de corbata al más pintado que osara colocarse ante ellos de forma presencial. Una hermosura de lote. Un orgullo para el ganadero. Un reto imponente para los toreros. Una bendición para quienes tuvimos la fortuna de disfrutarlos, de barreras adentro.

¿Fueron unos toros duros? Desde luego. Con estos toros, nada es fácil ni gratuito. Hay que estar ojo avizor con ellos. Todos apretaron en varas y se vinieron arriba tras los puyazos, algunos esperaron o cortaron en banderillas y después pusieron en un brete a sus matadores; otros, desplegaron el caudal de nobleza que se escondía en el fondo de su alma (si es que los toros la tienen) a disposición que quienes tuvieran la capacidad de sacarla a flote. Corrida, pues, de las que hacen salir al ruedo al mayoral, para gozo de este ganadero, un tipo de excepcional calidad humana que madruga a diario –festivos incluidos— y es capaz de dar órdenes a sus vaqueros desde una silla de montar, con las manos sobre las riendas y el teléfono móvil prisionero del hombro y el pabellón de la oreja que le corresponde. El feliz continuador del encaste propio que fundara su señor padre, el Victorino histórico, el que se ganó limpiamente el honorífico título de Mejor Ganadero del Siglo XX… y sumando.

Frente a esta magnífica “victorinada”, se pusieron ayer domingo dos toreros “de Madrid”, a los que la afición del Foro –lleno de No Hay Billetes-- llamó a capítulo tras el paseíllo para que dedicarles, en forma de ovación, su gratitud por aceptar el riesgo que supone colocarse ante estos toros grises, de mirada charolada, embestida desconcertante y armamento puntiagudo. Los dos héroes que vestían de luces fueron Paco Ureña y Emilio de Justo. Dos artistas que cantan por distintos palos; pero dos valientes a palo seco.

Lo de Paco Ureña, con el primer toro de la corrida, fue un drama permanente. Un “¡uf!...”, constante. Acusó desde principio el toro su terquedad en la búsqueda de los tobillos del torero, a la usanza de las célebres alimañas que tanto le hacían sudar a Ruiz Miguel. Sin embargo, a Paco le importó un pito que el victorino se revolviera sobre las manos, porque confiaba en su poder de persuasión, a base de echarle valor al asunto. En verdad, se lo echó a paladas, hasta que, en uno de esos remolinos, el llamado Playero lo atropello y se lo quiso comer en el suelo, tirando cornadas a diestro y siniestro, sobre todo, al diestro, claro está. No repuesto de la brutal paliza, volvió a empuntarle por su afán de terminar por alto las series de pases en redondo. Nuevo “¡uf!... y nueva vuelta al desigual desafío, entre un hombre apalizado y una bestia apalizadora. Volvió a ser enganchado en otra secuencia, sin mayor consecuencia, y cuadró al toro para entrar a matar. A matar o a morir, entró Paco Ureña. El toro sintió la entrada del acero en sus entrañas a la vez que el pitón izquierdo le arrancaba el chaleco y la camisa. Echen ustedes un vistazo a la estremecedora fotografía que encabeza este comentario. Unos milímetros más y ese cuerno hubiera destrozado el pulmón del torero, la yugular y el cerebro. Mortal de necesidad; pero la “cosa” se quedó en un susto terrible y un chichón enorme en la frente, del que pendía un hilillo de sangre. “El Milagro de Las Ventas”, podría titularse el documento gráfico, que por algo esta Plaza se apellida “del Espíritu Santo”.

Así estuvo toda la tarde Paco, al filo de lo imposible. Poniendo su vida en un albur constantemente. Tuvo la fortuna de que le saliera en tercer lugar un toro nobilísimo, al que llegó a torear por bajo de forma espléndida en el comienzo de la faena y después en algunas series en redondo muy templadas con la derecha y tal cual pase natural, pasándose al animal por la faja, incluso desplantándose ante él con los pitones a la altura del pecho. El ambiente en la Plaza pasó de la emoción al sufrimiento. Ureña se mostraba ante el toro y el público con el vestido tinto en sangre bovina y un huevo enorme en la sien. Era un Ecce Homo vestido de luces el que pinchó antes de enterrar hasta las cintas, que le valió el premio de la oreja, a pesar de que sonara un aviso. También en el quinto volvió a dar otro ”recital” de inmolación sin reservas. El toro metía miedo por su altivez, corpulencia y astifina arboladura. Se entregó en el segundo puyazo y llegó al último tercio distraído y gazapón, mirando al torero de reojo. El cielo empezó a tronar y el ambiente volvió a ponerse lúgubre. No pasa el toro y no se mueve el torero ante la cercanía de los cuernos. Qué mérito el estar aparentemente sereno ante un toro sin codicia, pero al límite del percance. Y el percance, llegó en forma de voltereta, extendida también a su peón, Agustín de Espartinas, que entró al quite de su maestro. Mató por fin al toro Paco de media estocada que pareció letal, pero tardó en doblar el toro y se escucharon dos avisos.

Emilio de Justo, temple y mando.

Emilio de Justo, temple y mando.

Emilio de Justo se llevó un buen lote de toros. Al que salió al ruedo en segundo lugar lo recogió con capotazos hacia las afueras muy celebrados por el público; pero donde estuvo bien, de verdad, fue en cuatro tandas en redondo, templadísimas, muy ligadas, con el toro embistiendo por abajo y el torero llevándolo prendido en la media muleta –la otra media barría la arena—con exquisita templanza y perezoso ritmo, unas series de pases que, en otra Plaza, hubiera encendido de entusiasmo los tendidos. Aquí, no; aquí perturban al torero la concentración unas voces disidentes e imperitas en la materia, que se permiten el lujo de tutear al diestro. De Justo pareció abstraerse del incordio y volvió a dibujar tandas de muletazos realmente magníficos, acertando con la distancia del cite, las pausas entre series y la exigencia que solicitaba del toro para torearlo con arrebatada prestancia. Faena larga, que fue avisada, coronada con una gran estocada, pero no correspondida con más premio que una ovación. ¡Qué pena de público! El cuarto fue un toro de preciosa estampa y cuerna arremangada. Un “tío”. Muy bien picado por Germán González, embistió a la muleta de Emilio con el hocico por el suelo. Otro gran toro de Victorino que Emilio de Justo tuvo la gentileza y sensibilidad de brindar al sobresaliente Álvaro de la Calle, que el año pasado hubo de pechar con la corrida completa, al ser gravísimamente lesionado Emilio –que actuaba en solitario-- por el primero toro. Aprovechó al límite las embestidas del toro brindado, hasta llegar a su fondo de bravura. Volvió a recrearse en el toreo en redondo de largo recorrido y unos adornos finales eficaces y precisos. Mató de media estocada que tiró al toro sin puntilla y sonaron algunas voces disonantes que achararon a la masa rebañiega. ¡Qué pena de público! El último toro fue otro soberbio ejemplar de la raza de lidia; pero éste pedía el carné de torero a todo quiqui que anduviera por el ruedo. Cumplió a secas en varas, cortó en banderillas y llegó a la muleta escarbando, reculando y resollando sobre la arena. “Aquí quiero ver a esos toreritos!”.., parecía decir. Pues ahí tiene usted, señor toro, a uno que le va a dar cumplida réplica a su hosco comportamiento. Se llama Emilio de Justo y sabe de victorinos más que la vaca que le parió a usted, por muy Director que se le pusieran por nombre, cuando el parto. Fue una faena perfecta, la más meritoria de la tarde por los problemas que planteaba el antagonista. Llevar prendido en la muleta a un toro que se lo piensa antes de arrancar a embestir y torear a ritmo lento y ligado, es de toreros cuajados, cerebrales, artistas y valientes a carta cabal. Emilio de Justo es uno de ellos. Pinchó dos veces a este toro antes de la estocada final y el toro murió con la boca cerrada. Se oyó un aviso y también algunas palmas, muchas menos de las que el torero merecía. ¡Qué pena de público!

En este ambiente se cerró la feria de San Isidro de 2023. Con un mano a mano entre dos toreros muy habituados a actuar en el palenque de Las Ventas. La tarde no llegó a alcanzar los extremos exitosos de algunas corridas de la Prensa precitadas, pero se vivió muy, muy de cerca, el riesgo que lleva implícito el hecho insólito de ver cómo un hombre está dispuesto a morir entre los cuernos de un toro, a cambio de obtener, ¡en Madrid!, la gratificante recompensa de una oreja peluda y sanguinolenta. Esto lo cuentas de fronteras afuera y no se lo cree nadie; pero ayer se vivieron en un coso Monumental momentos de angustia y llamaradas de arte. Fue la tarde en que dos hombres y seis toros compitieron entre sí: a sangre (brava) y a fuego (lento).