Muchas veces he tenido que escuchar una reflexión e incluso un reproche ante mi constante batalla feminista: “Bueno, Elena, no te pases”… O “¿no estaréis exagerando?…” “Vais a poneros a todos los hombres en contra”, “pero qué más queréis!”, etc. Cuando fui Vicesecretaria General del PSOE y, después Vicepresidenta del Grupo Socialista Europeo hubo amigos y compañeros que me recomendaban, desde la experiencia y el cariño, que rebajara mi perfil feminista porque ya estaba en un nivel político lo suficientemente alto como para empezar a medir bien mis pasos; ser “demasiado feminista” no era nada adecuado, por lo visto.
Y, sin embargo, la desigualdad que sufre la inmensa mayoría de las mujeres del mundo es tan lacerante y cotidiana que resulta imposible eludirla o pasar al lado sin señalarla y combatirla. En todos los países en los que he trabajado, en todos las culturas que he conocido, en las situaciones más duras por las que atraviesan millones de seres humanos, las mujeres siempre se llevan la peor parte. Son las más pobres entre los pobres, las que sufren mayor violencia, hambre y desnutrición, las más vulnerables, las peor atendidas por los precarios sistemas de salud, a las que menos derechos se les conceden incluida la educación o la libertad.
Y en nuestro mundo desarrollado, las mujeres, en términos globales, también son más dependientes y tienen menos recursos, menos libertad y menos seguridad que los varones. Es el resultado de siglos de dominación masculina y de subordinación femenina; un mandato que está en el corazón de gran parte de las religiones, las tradiciones y la cultura dominantes.
Millones de personas en el mundo, no sólo mujeres, luchan por cambiar esta realidad que es nociva para el conjunto de la sociedad y del progreso humano.
Lo cierto es que, a lo largo de la historia, las mujeres hemos ido conquistando espacios de respeto y de igualdad a base de pelearlos mucho. Nunca se celebró una reunión de expertos o de líderes políticos en la que, tras una profunda reflexión, se decidiera otorgar derechos a las mujeres, estos siempre han sido fruto de una lucha sin cuartel, una revolución silenciosa y cargada de razón.
Los partidos políticos progresistas, en Europa, no estuvieron en la primera línea del combate feminista hasta bien entrado el siglo XX. Comunistas y socialistas privilegiaron la lucha de clases frente a la lucha por la igualdad entre mujeres y hombres.
En España, fue el Partido Socialista Obrero Español quien, a partir del gobierno de Felipe González y de manera más firme asumió los principios del feminismo ilustrado y progresista y los llevó a su proyecto político con un excelente resultado. En un corto periodo democrático España recorrió un camino similar al que habían alcanzado democracias europeas mucho más antiguas que la nuestra en la lucha por la igualdad. El PSOE ha sido el partido que mejor ha respondido tanto a las necesidades como a los anhelos de las mujeres españolas que siempre se lo han reconocido en las urnas.
A los conservadores les ha costado un poco más. Muchas de las transformaciones que eran necesarias para el avance de las mujeres obtenían el veto de la derecha española -durante mucho tiempo vinculada a los valores más misóginos del nacional catolicismo- muy distinta a buena parte de las fuerzas conservadoras europeas que cultivan una buena alianza con el feminismo de la igualdad.
Poco a poco el Partido Popular ha ido asumiendo, en gran medida, los preceptos de la igualdad entre mujeres y hombres y se han llegado a alcanzar amplios acuerdos políticos y sociales implícitos o explícitos en favor del avance femenino. Es cierto que aún encontramos dificultades y resistencias en asuntos como el aborto o la paridad, pero el PP sabe que las españolas no aceptarían retroceder en las principales conquistas del feminismo; las conservadoras tampoco.
A la izquierda del PSOE -y dentro del propio Partido Socialista también- ha surgido un feminismo de la identidad frente al feminismo de la igualdad que ha producido una fractura teórica y política en el movimiento. El debate ha sido muy estéril porque la agenda de la identidad, impulsada desde el gobierno a través del Ministerio de Igualdad, ha dejado poco espacio para la opinión discrepante y el PSOE, desgraciadamente, tampoco ha querido promover la discusión, tal vez por no enfrentarse a sus socios de Gobierno (?).
Desde mi punto de vista el proyecto del Ministerio de Igualdad, defendido por la ministra Irene Montero, corresponde a objetivos distintos de los que interesan a la mayoría de las mujeres y lesiona gravemente la unidad de acción del feminismo que es imprescindible para avanzar. Y aquí reside el principal error estratégico del proyecto de Unidas Podemos: las feministas tenemos que ser capaces de acordar los elementos centrales de la agenda porque nuestros adversarios son poderosos. Las mujeres progresistas no deberíamos caer en la polarización que, actualmente, intoxica la política. Lo nuestro, más que de nadie, son los grandes acuerdos sobre los objetivos comunes y mayoritarios entre las mujeres españolas y europeas.
La extrema derecha está creciendo electoral e institucionalmente. Su proyecto, con respecto a los derechos de las mujeres, es el retroceso, el negacionismo de la discriminación y el cuestionamiento de todas las políticas públicas de igualdad.
Atención a eso: existe una resistencia organizada y en parte espontánea ante el avance de las mujeres y sabemos que es posible volver atrás; que se lo pregunten a las afganas o a las polacas y húngaras.
Cuando la extrema derecha crece, nuestros derechos empiezan a peligrar. Acuérdense el 23 de julio, nosotras no podemos bajar la guardia.