¡No muráis antes de empezar a vivir!

Operarios de una funeraria trasladan el cadáver de una de las dos mellizas que han muerto este viernes al precipitarse por el patio de luces de un edificio de la calle Facetos de Oviedo.

EFEOperarios de una funeraria trasladan el cadáver de una de las dos niñas que han muerto este viernes al precipitarse por el patio de luces de un edificio de la calle Facetos de Oviedo.

La tragedia parece aún más tragedia cuando nadie se la espera; se viste con fúnebre túnica griega si, además, se trata de una muerte autoinfligida y el fallecido es un niño o un adolescente que aún no ha empezado realmente a vivir. Si se trata de dos hermanas mellizas, Alexandra y Anastasia, que acaban de cumplir 12 años y, una mañana, en lugar de bajar a la calle para ir al colegio suben dos pisos desde su casa para arrojarse al vacío sin despedirse de nadie, simplemente nos quedamos sin palabras. Cargados de preguntas para las que no tenemos respuesta, a pesar de que por desgracia hace tres meses ocurriera un caso igual en Barcelona, donde dos gemelas, también de 12 años, decidieron que su mortal destino les esperaba en el asfalto del que les separaba tres pisos de altura.

Una de las niñas falleció y la otra resultó herida grave, quizás este dato fue lo que las pequeñas de Oviedo tuvieron en cuenta para poner más altura en la ecuación de una muerte tan terrible como segura. Una especie de macabro copycat en estos tiempos en los que ha cambiado radicalmente la “forma” en que las nuevas generaciones acceden a la información. Solo a aquella que eligen, el resto del mundo no existe. Y si existe, está en su contra. En cambio, de “su tema” en concreto llegará a sus dispositivos todo lo que pueda guardar alguna relación, aunque sea tangencial, confusa o manipuladora, amplificándose de esta forma el peligrosísimo efecto de la “visión en túnel” del que los psiquiatras siempre alertan en los estudios sobre el suicidio.

De acuerdo con los datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), en 2022 se batió el record de suicidios, más de 4.000, lo que en términos generales supone que cada dos horas y cuarto se suicida una persona en España. Es decir, 11 suicidios al día, aproximadamente 330 cada mes. En la trastienda de estas cifras que cada año nos estremecen hay un sufrimiento insoportable, un cúmulo de causas y unos factores de riesgo que ninguno deberíamos pasar por alto. Y, no, padecer problemas de salud mental no es siempre la respuesta que, cuando ya es demasiado tarde, nos queremos dar. Es la que está más a mano, sí, porque la enfermedad mental conlleva en muchos casos el aislamiento, la incomprensión, la huida despavorida de los demás. O al revés… A saber si fue antes el huevo o la gallina. Lo que está demostrado es que padecer falta de apoyo sociofamiliar cuando más se necesita es un evidente factor de riesgo, precipitante de la conducta suicida y, a su vez, que el suicida de manera inconsciente hará todo lo posible para alejar a su entorno.

La investigación de la “causa” - a veces radica “simplemente” en el agotamiento que conlleva tanto dolor vital - es necesaria en cualquier caso, pero lo realmente terrible es que el número de suicidios en niños y adolescentes sigue en alarmante ascenso, sin visos de tener por fin el Plan Nacional de Prevención que asociaciones y médicos llevan años reclamándole al Gobierno de turno. Aunque el perfil del suicida en España siga siendo el de un varón - casi el 75 % de los fallecidos anuales por autolisis -, estamos viendo que hay un nuevo segmento poblacional que está creciendo de manera antes impensable: el de los jóvenes. Los que tienen entre 10 y 14 años se suicidan un 134% más que en 2020, mientras que 316 de quienes tienen entre 15 y 29 años se quitaron la vida en el pasado año.

Por otra parte, hasta ahora, la experiencia demostraba que más del 90% de las personas que están pensando en llevar a cabo un intento de suicidio “avisan”. El contexto vital en el que ejecutan su dolorosa decisión es, por otra parte, a todas luces dramático y por tanto indicativo. La causa o causas exógenas estaban a la vista de todo aquel que quisiera implicarse, en lugar de permitir sin más que la suerte o la “sensatez” del familiar o amigo que pronunciaba frases de indubitado carácter suicida decidieran su destino. Llorar después, cuando se podía haber hecho algo antes es sencillamente nauseabundo. Durante mucho tiempo se etiquetó el suicidio como conducta cobarde, pero lo único cobarde es mirar para otro lado cuando alguien dice “para qué seguir”, “ya nada tiene sentido” o “la soledad me mata”.

El problema que enfrentamos ahora con esta espeluznante realidad de niños que mueren antes de tener la posibilidad de aprender que la vida no suele ser un camino recto y que, a veces, tras la peor curva, la existencia transcurre por un cauce más amable que le hará olvidar la actual pesadumbre, es que no ha habido esos “signos” claros de querer poner fin a la vida. No han hablado con nadie. O quizás las señales se han limitado a frases escritas en un diario secreto, a determinadas búsquedas en Google, a dibujos de niñas ahorcadas como, al parecer, han encontrado entre las pertenencias de una de las mellizas de Oviedo. Además, quizás el contexto tampoco podía hacer prever que quien tiene toda la vida por delante para escapar de los fantasmas del presente, elija tan trágico final. Sin embargo, seamos justos, no es lo mismo ver la vida desde la lejanía de las décadas cumplidas que sentirse abrumado ante ciertos pesos que solo se aligeran con la perspectiva de los años.

Este es en realidad el único mensaje que, con la esperanza de que llegue a algún joven en dramática situación con la idea de que es mejor marcharse, pretendo dejar hoy. No son palabras vacías, mucho menos “happyflower”, me muevo a sabiendas de que la existencia puede doler hasta el extremo de que uno quiera desembarcarse. Por eso, me dirijo directamente a los que ni si siquiera han llegado a la mayoría de edad. Quizás sirva para alejar del definitivo precipicio, aunque solo sea unos metros, al niño que vive en el dolor que le provoca precisamente esa vida. Una existencia que imagina inmutable, negra, agria, terriblemente injusta, pero que puede cambiar. Que cambia. Aunque a veces no sea en la forma que pensamos, ni en el momento que deseamos. La vida es caprichosa e injusta, rotundamente sí, y algunos parecen demasiado señalados por la desgracia. Y, sin embargo, al carácter veleidoso de la existencia como mejor se le reta es dándole una nueva oportunidad. Desafiándole aunque duela aún más. Igual que hay países cuya Historia se cuenta por periodos de entreguerras, existen (existimos) personas cuyos gráficos de dramatismo arrojan un balance funesto, pero que al final tienen (tenemos) también una Historia.

Nadie, a tan temprana edad, debería quitarse a si mismo la posibilidad de escribir la suya. Más larga o más corta, eso da igual.