Miedo a perder el poder

Miedo a perder el poder

WikipediaBill Clinton, Yitzhak Rabin,Yasser_Arafat

Hablar del trigésimo aniversario de los ya olvidados Acuerdos de Oslo cuando arrecia la tormenta política en casa, puede parecer “extraño”. Como si quien escribe no viviera en este país – a veces, es cierto, intento evadirme a pesar de mi pasión por la actualidad -, pero les aseguro que en la reflexión a que me invita este aniversario sobrevuela el hecho fatal e incontestable que caracteriza al poder político en cualquier lugar del mundo. Primero, la lucha por alcanzarlo, - quiero creer que persiguiendo causas loables o cambios necesarios - y, segundo, por mantenerse en el mismo a toda costa, olvidando aquello por lo que un pueblo entero o la mayoría confió en su líder. Es parte del desarrollo político de la Historia. Y cuanto más grande es la revolución que consigue el hito, más trágico y desolador resulta ver el resultado: mandatarios asentados en su ambición personal de seguir ocupando el sillón hasta el fin de sus días. No me refiero, claro, solo al “líder supremo”, sino a las siglas que representa aunque se haya desentendido por completo de representar a sus ciudadanos.

En palabras de John Steinbeck: “El poder no corrompe. El miedo corrompe, tal vez el miedo a perder el poder”.

Treinta años después de los trascendentales Acuerdos de Oslo suscritos por el primer ministro israelí, Yitzhak Rabin, y el líder de la OLP, Yasser Arafat, en la Casa Blanca que entonces ocupaba Bill Clinton encontramos en Palestina uno de los más claros ejemplos de ello. Del poder corrupto que elige perpetuarse a costa de cualquier cosa, desvirtuando el espíritu del mismísimo acuerdo que les dio dicho poder. Precisamente, la primera consecuencia de aquella firma que buscaba avanzar en una paz que parece inalcanzable fue la creación de la Autoridad Palestina (AP), cuyo objetivo era un autogobierno interino de cinco años, mientras las negociaciones resolvían las cuestiones centrales pendientes del conflicto. Por supuesto, ese “mientras las negociaciones resolvían las cuestiones centrales” nunca llegó y las conversaciones de paz continuaron dinamitándose con mutua violencia. Sin embargo, aquella Autoridad “interina” con mandato de cinco años siguió vigente, instalada en un poder tan cómodo que su nuevo objetivo principal viró hacia la persecución de los suyos, de aquellos palestinos que empezaron criticar su abuso de poder, insoportable corrupción y desidia absoluta a la hora de procurar que su pueblo tenga una vida mejor.

Porque gracias a aquellos Acuerdos de 1993, los líderes de la Organización para la Liberación Palestina (OLP), reconocida por Israel como representante legítima del pueblo palestino, regresaron del exilio mientras que, a su vez, la OLP renunciaba al terrorismo, reconociendo el derecho de Israel a existir en paz. Parecía un paso tan grande y esperanzador. ¿Sería por fin el triunfo del sentido común sobre el odio y la sangre? Con el cuestionado Yasser Arafat como presidente, la flamante Autoridad Palestina comenzó a hacerse cargo de servicios básicos como la salud, la educación y la vigilancia en Gaza y partes de Cisjordania. Por fin, quisieron pensar muchos, una vida con trabajo sin el continuo sobresalto de la violencia. Con la vista puesta en lo que parecía inminente prosperidad para todos. El recién firmado acuerdo llegó con un pan bajo el brazo: dinero de donantes extranjeros. Ramala se llenó no solo de las nuevas sedes gubernamentales, sino también de restaurantes, centros comerciales y edificios de viviendas en construcción.

Solo tuvieron que pasar unos pocos años para que el progreso se detuviera por completo. Para el simple mortal, porque el progreso de quienes ejercen el poder sigue imperturbable. Hoy, Ramala se ha convertido en sinónimo de la AP. Una blanca fachada que hace tiempo empezó a desmoronarse. La organización es probadamente corrupta y autoritaria, sus funcionarios de alto rango disfrutan de salarios elevados y permisos para viajar a los que parecen no afectar las restricciones de movimiento impuestas por Israel. Los gobernantes utilizan su estatus sin pudor para ejercer el nepotismo, de modo que solo sus amigos y familiares pueden acceder a los codiciados puestos en la Administración o convertirse en adjudicatarios de los contratos públicos. Y los palestinos que se atreven a denunciar que la AP se ha convertido en una especie de club elitista, desconectado de los problemas cotidianos de un pueblo en plena crisis económica son silenciados. Criticar a la AP es cada vez más peligroso, incluso en las vigiladas redes sociales, porque en la actualidad la organización está preocupada por su propia supervivencia y por mantener los beneficios para sus líderes.

“Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto” (Georg C. Lichtenberg).

Por eso está siendo tan necesaria la represión de los gobernantes sobre su propio pueblo, al que ni siquiera le está permitido decir que, pasados tantos años y sin negociaciones de paz en el horizonte, la AP ya debería haber sido reemplazada por un gobierno electo. Por el contrario, aquella Autoridad provisional, por entonces tan deseada y bienvenida, se ha convertido en una férrea dictadura dirigida por quienes no fueron elegidos. Por otra parte, la pérdida de fe en los líderes de la AP ha hecho que aumente el número de militantes de Hamás y la Yihad Islámica aún empeñados en la “lucha armada” contra Israel, y ha llevado a la creación de grupos nuevos más localizados. No obstante, a nivel internacional, reina la sensación de que, a pesar de todo lo malo, la AP aún controla los únicos mecanismos reales para progresar hacia la paz. Es decir, quizás sea todavía el mal menor…

Sin embargo, no olvidemos que “El poder tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente.” (Lord Acton)