¡Miáu!

¡Miáu!

Juan Ortega inicia la media verónica

Nada más salir el primer toro de la corrida se vio que la tarde venía contaminada por un tufillo de rechazo a lo que podríamos llamar “sevillanía importada”. O impostada, como ustedes quieran. Definitivamente noqueado Daniel Luque por resentirse de sus graves lesiones, la empresa Plaza 1 recurrió al torero salmantino Damián Castaño, que ha revalorizado recientemente su cartel en Las Ventas, para cubrir su vacante. Sevilla, pues, quedaba ligeramente mutilada para el encuentro con la afición de Madrid, particularmente con la que compone una facción de aficionados madrileños que se ha arrogado el mando en Plaza: la de toros, la que se levantó, hace casi un siglo en el arrabal de Espíritu Santo, junto al desaparecido arroyo Abroñigal. Esto ya no es novedad. Es un hecho cierto. Las Ventas, aunque no lo crean, no pertenece a la Comunidad de Madrid, sino a un grupo de gentes, comuneros ellos, que operan por su cuenta –eso sí, gratis et amore-- en la defensa de esta fortaleza taurina, al borde como está –parece ser—de la ruina inminente, en lo que a su legendaria categoría se refiere. Ayer era el día del levantamiento contra los toros impresentables y las falsedades del toreo actual, en especial de los “toreritos sevillanos” que han incubado su prestigio localista a la vera de la Giralda. Dos de ellos –Juan Ortega y Pablo Aguado-- sobrevivían al cartel inicial, pero difícilmente podrían sobrevivir a la sentencia prejuiciada del sanedrín madrileño.

Fue, ya digo, salir el primer toro y se levantaron en armas los comuneros con una gritería ensordecedora. El toro llevaba el hierro y la divisa de El Pilar, la rama Domecq de la familia Fraile salmantina. Lo que María Antonia Fonseca le vendió a El Raboso y éste a Moisés Fraile. Una ganadería de marca diferente (Aldeanueva) a las del resto de los “frailes” del Puerto de la Calderilla, pero una ganadería genuinamente brava. Es muy probable que la mayoría de los protestantes ignoraran esta circunstancia porque su propia ignorancia les aconseja no consultar siquiera el Programa de Mano que edita y regala la Empresa. Algunos lo miran, si acaso, para conocer a los subalternos por el color del vestido, para luego llamarlos por su nombre de pila, como si se conocieran de toda la vida; pero si se hubieran molestado en indagar las circunstancias que concurrieron en la cría de este encaste, conocerían su notable longitud corporal, generosa cornamenta, lomo ensillado, morrillo escaso y “montado” hacia arriba, y finura de cabos. Ah, y que tiene el cuarto trasero menos compacto que el de otros domecqs, no es que esté mal rematado “de atrás”. Un toro diferente, peculiar. Así era el primer toro de la corrida: acaballado, silleto, cornalón y cuellilargo: puro “pilar”. Pues aquí comenzó la serenata en do mayor de una tarde de toros sentenciada de antemano. A tenor de estas sentencias, tampoco se pueden ya lidiar en Madrid los “pilares” de Moisés, o los legítimos santacolomas de Coquilla y Buendía, ni los “patas blancas” de Cobaleda, ni los contreras puros que tenía Baltasar Ibán y tantos otros criadores de bravo, significados por tener ganado peculiar en tipología y carácter; a no ser que los “saquen de tipo”, perdiendo su esencia. Y ahora, empiecen a quejarse de la postración y arrumbamiento de los encastes minoritarios.

Dos chicas muy jóvenes, serias, discretas, educadas, bellas y limpias, se sentaron a mi izquierda. Era la primera vez que iban a los toros. Miraban al ruedo y se miraban entre ellas, pero no hablaban. No decían ni chus ni mus. Miraban y oían, sin atreverse a realizar el más leve comentario. Las palmas de tango y los gritos de “¡fuera!, ¡fuera!” atronaban el ambiente; pero el toro, “Potrillo” de nombre, acudía obediente a los cites con ese tranco galopón propio de los toros de este encaste y se dejó pegar en dos puyazos. Tras el segundo de ellos, Juan Ortega le ofreció el capote en ceremoniosa oferta y dibujó tres verónicas y media descomunales, lentas, olorosas y redondas, que diría el poeta Gerardo Diego. El clamor de oles rotundos adquirió niveles inmensos. Y aquí fue Troya. El personal sublevado entró en cólera y contratacó con el arsenal de municiones que utilizan en estos casos, cuya nomenclatura es tan difusa como variada, pero entre ellos, destaca el obús más lacerante: el “¡miáu!”. El “¡miáu!” es al arte del toreo (cuando hay arte de verdad) lo que el eructo posterior es a la degustación de un manjar. Aquél fucilazo de arte excelso y lacónico fue la espoleta que activó un volcán de improperios. Las chicas, que también aplaudieron porque percibieron que algo de indudable belleza acababa de hacer acto de presencia, bajaron las manos, las apoyaron en la piedra de su asiento y no las volvieron a juntar jamás.

Tampoco es que los toros de El Pilar dieran motivos para levantar entusiasmos, porque, no hubo uno bravo, ni manso, ni de peligro latente (solo el quinto fue un esaborío), ni nada; fueron eso, una nadería. Una bicoca para que la asonada tomara forma y se explayara a sus anchas. Nobles y blandos, algunos con cara de buena gente, otros de mirada torva… pero, en resumen, una corrida pánfila, de las que estimulan el muermo. Insufrible. “¡Miáu!”

Con este panorama (los toros embistiendo con andares cansinos y los toreros luchando contra los imponderables) la tarde se iba consumiendo con la pesantez de lo irremediable. De vez en cuando –entre toro y toro, principalmente—estallaban las protestas, de variada coreografía: “¡Plaza 1, dimisión!”, “¡fuera!”, “¡fuera!”; “¿pero ¿fuera, qué”?, se atrevió a preguntar una de las chicas. “¡Fuera, todo!”, le respondí. Y se quedó mirando fijamente al ruedo, mientras en los tendidos de enfrente se sincronizaban palmas de tango, gritos contra los veterinarios, contra los comentaristas de televisión y contra el sursum corda, para acabar coreando una consigna resobada: “¡manos arriba, esto es un atraco!” .Y, a todo esto, los pobres toreros, dejados de la mano de Dios y desprotegidos del mundo, aguantaban el chaparrón sumidos entre el desconcierto y la nulidad del ganado.

Llegó a reclamarse el toro que ayer fue fogueado, el que casi mata a Paco Ureña. Toros así son los que reclama la conspicua afición de Madrid. Y reclama también toreros de pelo en pecho y pantorrilla gorda; gladiadores de marrajos que maten guapamente por entre los cuernos de un buey, y no estos toreros que consagra Sevilla, figurines de pitiminí y cursis –cursis, sí, los llamaron-- donde los haya. Vaya tela marinea.

El invitado a este festín de pestilencias, Damián Castaño, en su afán por no desentonar con el toreo despacioso de sus compañeros de cartel, apuntó algunos pases de buena compostura; pero no estaba el horno de Las Ventas para bollos. Los toros de Juan Ortega, blandos y sosos, no tuvieron un pase, aunque dio la impresión de que, de haberlos tenido, no lo hubieran valorado. Pablo Aguado solo apuntó algunos lances de capa y tal cual muletazo templado y armonioso. Ni puñetero caso. Se demoró demasiado con su primer toro y escuchó un aviso.

Eso sí, los tres toreros manejaron la espada con seguridad y eficacia. Menos mal. El “¡miáu!” quedó enlatado para mejor ocasión. A las dos horas justas, la corrida ya era historia. Las chicas de al lado, Elvira y María, hicieron mutis por el foro. Estas no vuelven.