Hace tiempo que había pensado contarles la historia de Maya, una joven mujer a la que conocí en una reunión de feministas en Ciudad de México. El debate abierto sobre la maternidad de la muy popular Ana Obregón me da la ocasión de escribir aquí la experiencia vivida por Maya que es la de miles de mujeres en el mundo. La suya no es, ni de lejos, la peor.
Maya tenía entonces 21 años y era una estudiante de formación profesional. Sus padres regentan desde hace 30 años un Taco Bar en algún barrio periférico de la ciudad. La familia, de 4 hijos, vive de los ingresos del establecimiento y consigue llegar a fin de mes haciendo muchos sacrificios.
Una tarde, al salir de clase, un hombre de mediana edad y con buena pinta aborda a Maya. Educado y simpático ofrece a la joven un negocio redondo con el que la haría ganar 30.000 dólares de una vez. Lo único que Maya debía hacer era gestar un niño para una buena familia. Durante el embarazo la pareja interesada cubriría todos los gastos de Maya: ropa, alimentación, medicamentos, etc. Después de varios encuentros más con aquél hombre y de consultar todas las dudas con su grupo de amigas Maya accedió a tener un bebé para, nada más hubiera nacido, entregárselo a esas personas. ¡30.000 dólares era una suma inverosímil para la economía de Maya! en toda su vida iba a ver una cantidad de dinero así. ¿Qué eran 9 meses frente al futuro que se le abriría con ese dinero? Maya no dijo nada a sus padres segura de que se habrían opuesto a semejante transacción. Ya vería cómo ocultarles el embarazo, ellos siempre estaban trabajando y nunca tenían días libres así que no se veían mucho. Cuando Maya volvía de sus clases ordenaba un poco la casa y, casi todas las tardes, salvo los sábados y domingos que los pasaba en su Parroquia, salía a pasear o a bailar con sus amigas en alguna discoteca del barrio.
La joven firmó unos papeles que ni leyó ni entendió bien. Sólo se fijó en la cantidad de dinero que percibiría: 2.500$ para empezar, 10.000 a mitad del embarazo, y el resto tras el nacimiento del bebé. Las cláusulas que acompañaban el contrato eran complicadas pero estaba claro que, mientras durara la gestación, Maya no podría beber alcohol, ni consumir drogas. También entendió que ella era sólo la portadora y que, por lo tanto, renunciaba a todos los derechos sobre el bebé nacido. Así empezó lo que acabaría siendo un auténtico calvario para Maya.
Los primeros meses todo iba muy bien. La joven hacía su vida normal, casi no tenía síntomas del embarazo y se sentía eufórica ante su inmediato futuro. La clínica en la que se realizó la fecundación se ocupaba de hacer controles mensuales de la gestación y de la salud de Maya; le dieron incluso un cóctel de vitaminas que le sentaban fenomenal. Se sentía joven y fuerte.
El día que tocaba la ecografía del quinto mes, y en el que debía cobrar ya sus 10.000$, fue el inicio del trauma de Maya. Ella notó enseguida que algo iba mal. Cuando aún estaba tendida en la camilla el ecografista llamó al ginecólogo y ambos estuvieron un rato largo repitiendo la prueba y mirando las imágenes de su útero en la pantalla. Luego le dijeron que podía vestirse. Maya preguntó si había algún problema y ellos solo sacudieron la cabeza : “nada que no pueda arreglarse”. Algunos días después citaron a Maya en la clínica. Allí estaba el ginecólogo, el hombre que había “captado” a Maya y una señora que era abogada, dijeron.
El médico intervino primero para explicarle que el feto presentaba una malformación y que había que interrumpir ese embarazo.
La abogada, que hablaba en nombre de la futura familia del bebé, en tono frío y profesional, argumentó algo sobre el contrato que Maya había firmado renunciando a todos los derechos sobre el niño…Pero nunca nadie le había hablado de un posible aborto! Maya se rompió; ella era incapaz de abortar, era creyente, devota de la Virgen y de todos los santos. Interrumpir el embarazo significaba, para ella, la expulsión de su congregación y una condena segura al infierno. “Pena y vergüenza” según sus propias palabras.
Se negó con todas sus fuerzas, la presionaron, le dijeron que no vería un peso, que si no obedecía estaría cometiendo un delito y tendría que pagar una multa, que era una estúpida si seguía con el embarazo. Muerta de miedo, Maya acudió a la Clínica al día siguiente, le practicaron el aborto. Sufrió mucho, pasó varios días en cama con dolor del cuerpo y del alma y nunca le pagaron porque “no se había cumplido el objeto del contrato”.
La gestación subrogada no es el alquiler de un útero, se alquila a la mujer, a toda ella; su salud y sus sentimientos despojándola de sus derechos fundamentales. El deseo de unos (a la maternidad o paternidad) opera cercenando los derechos de las madres gestantes (las madres) y vulnera la protección de los menores en muchos casos, sobre todo de su dignidad.
Estamos ante un debate bioético y debemos decidir si queremos un mundo en el que los niños sean mercantilizados y las mujeres sean explotadas, o no. Esa es la verdadera discusión.
Maya se ha recuperado y ha vuelto a su vida pero la herida de su experiencia traumática no se borrará nunca.