Para hablar de la prematura y desgraciada muerte de Marta Chávarri se están utilizando, sin remedio por otra parte, historias que marcaron una época, la de la beautiful people, donde los hasta entonces anónimos banqueros, grandes empresarios y reservados aristócratas, se convirtieron en foco de la prensa rosa. De pronto, las puertas abiertas de algunos armarios dejaban escapar a raudales la naftalina, todo hay que decirlo, muy a su pesar. Era imparable, un nuevo e inesperado filón. Y ahora se recuerdan, como si dos instantáneas en toda una vida pudieran retratar a nadie, las dos fotografías que marcaron, también para gran pesar de la retratada, la vida de la entonces marquesa. Puede que a quienes no vivieron esa época de yuppies engominados, auge de las escuelas de negocios donde la figura de Mario Conde inspiraba el camino a seguir, les resulte ajeno el asunto, pero lo cierto es que se trató de un acontecimiento que vivimos con esa pasión “a favor y en contra” que tanto nos caracteriza. Solo que inclinada por completo la balanza – tampoco es sorpresa – del lado “en contra”. Todos contra “una”, ella, la otra.
Aunque el tiempo, o más bien su transcurso, sea el verdadero líder de nuestra existencia y en general lo creamos positivo para acabar con arcaicas costumbres o injustas desigualdades, leer sobre Marta Chávarri señalando esos únicos episodios de su vida resulta, como poco, un extraño desequilibrio en el momento actual. Me dirán quizás que la razón es porque no hizo “nada más” en su vida – de hecho ya me lo han dicho – y entonces la pregunta que en primer lugar me viene a la cabeza es “a qué nada más” se están refiriendo. Nada, ¿cómo qué? ¿Cómo que ya no volvió a protagonizar escandalosas portadas de revista? ¿Se refieren acaso a que ni durante ni después frecuentó platós de televisión para airear secretos del importante Alberto y su jugoso entorno? ¿A que no protagonizó campañas de publicidad, por ejemplo de marcas cosméticas, de ropa o bombones, aprovechándose no solo de su “popularidad” sino también de su impresionante palmito? Es cierto, no, no lo hizo. Nunca dio exclusivas, ni explicó lo que en realidad era evidente: habían usado a una mujer, a ella, para un chantaje económico, perjudicar al adversario, desviar el foco de lo que verdaderamente estaba en juego: la fusión de Banesto con el Banco Central a la que Alberto Cortina y su primo Alcocer se oponían… Hasta que “alguien” puso aquellas fotos encima de la alargada mesa de nogal para añadir el tercer ingrediente, la metralla del explosivo: el despecho de la otra famosa a su pesar, Alicia Koplowitz, que en el papel de la doliente – con razón – consorte, era sin embargo, la única que tenía – y la usó, ¡vaya si la usó - la sartén por el mango.
Las famosas fotos por las que aquella joven Marta Chávarri pasó tan injustamente a la “Historia” fueron premeditadamente encargadas por alguien que no cumplió con la máxima que hasta entonces dominaba el asunto de los affaires en el cerrado círculo de la élite. Las reglas del juego habían cambiado: los cuernos ya no se iban a seguir limando entre las paredes de los palacios. Sin embargo, Marta estaba siendo tan infiel a su aristocrático marido, Fernando Falcó, como Alberto a su millonaria esposa. Y a ella, además, nadie le había advertido que se metía de lleno en un avispero de complots financieros y, cómo no, de rivalidad personal. Una guerra a muerte donde todo valía. Especialmente para aquel ambicioso ejemplo a seguir de las escuelas de negocios. Por eso, lo que hoy sería una campanada fue por entonces un escándalo. Lo que estos días calificaríamos de bombazo, en aquella época resultó un cruel y certero cañonazo en la línea de flotación de la incógnita más “débil” de la ecuación. Me niego a hablar siquiera de las otras fotos que se aprovecharon de aquella exposición mediática para enseñar lo más íntimo de una persona, porque quisiera pensar que hoy lo habríamos criticado, denunciado…
Muy al contrario, en aquellos meses de finales de los 80 y principios de los 90 y aunque curiosamente no se esté hablando de ello, la única defensa de Marta la ejerció, por fortuna, la Justicia. Muy pocos recuerdan estos días de triste despedida de una mujer, madre, hermana, amiga, amante y esposa, que se presentaron demandas y querellas y, por tanto, se dictaron las correspondientes sentencias. Interviú, que había comprado las innombrables fotos de Marta por 6 millones de pesetas, fue condenada a indemnizar a la víctima “por violar su intimidad” con la cantidad de 34 millones de pesetas, una gran suma en aquella época que la revista seguro que ya había con creces amortizado. Por su parte, Época, que se había sumado a la fiesta publicando extractos de unos diarios íntimos sobre la relación, tuvo que vérselas también con el poder judicial en todas sus instancias: en 2002, el Tribunal Constitucional declaraba que la publicación había “dañado la imagen social y afectado negativamente su reputación y buen nombre”. Pero, ¿quién se interesaba ya por el honor, por la vida de Marta Chávarri? Justicia… a buenas horas y, por otra parte, hay cosas imposibles de reparar.
Aun así, y volviendo a “qué otra cosa” hizo Chávarri para que hoy no se la recuerde únicamente por aquel crucial, funesto y breve episodio de su vida, yo me quedo con la fortaleza de un espíritu que ni siquiera para lamentarse abandonó la discreción que la acompañó hasta el último de sus días. ¿Acaso tener el aplomo para ser discreta y defenderse solo en los tribunales no es haber hecho “nada”? Al contrario, para mí es la prueba irrefutable de que su ego no estaba por encima de su cuna. Menos aún de la de Álvaro Falcó, su único hijo, de quien incluso tuvo que separarse porque, como ella misma confesó, ¿cómo iba a quitárselo a su padre haciéndole aún más daño cuando era ella quien se marchaba de casa? ¿Podemos imaginar algo así hoy en día? Sí, eran otros tiempos, nos creíamos todos muy modernos, pero la historia de aquella infidelidad en las altas y para colmo también aristocráticas esferas, demostró que la tercera en discordia, únicamente ella, seguía siendo siempre la “mala”. De él, del más joven de los Albertos, lo que ha quedado por el contrario es que se comportó como un “caballero”. Lo fue sin duda con ella, pero ¿también cuando salía a su lado del hotel de Viena? Lo triste, señores, no se llevan las manos a la cabeza, es que hoy para muchos sigue funcionando igual. Lo sé porque lo veo, por desgracia, cada día e incluso a veces escuchó en la cabeza el estribillo de aquella copla, “La otra”, que Concha Piquer cantaba para gran desconcierto de nuestras abuelas.