Invierno en blanco

Invierno en blanco

carraceda

Se está quedando este invierno en blanco.

También en blanco tengo mi cabeza tras una gripe que no me ha dejado moverme del sitio mientras las horas pasaban. Ni leer he podido. Y menos escribir una línea. Y ahora que lo intento, me cuesta como si el pensamiento tuviera también su entrenamiento y ese estarme tan quieta hace que no arranquen ahora las frases, o que me den mareos, como cuando me levanto y creo que ya estoy bien y tengo que volverme a la cama.

Aunque en casa estoy a gusto, puedo ver el frío que hace afuera en las bandadas de pinzones de pecho anaranjado que se juntan en los olmos para luego dejarse caer todos juntos como una hojarasca hasta el suelo, donde buscan bajo las hojas caídas, desesperados, algo de alimento que poder llevarse al pico para no morir de frío.

Por aquí no hay nieve todavía pero sí un manto blanco de dolor por todas las personas que se nos están marchando en este crudo invierno. Esta misma mañana Carmiña, siempre con una sonrisa en los ojos, con la bondad hasta el infinito en todas sus palabras, incluso cuando no decía nada y lo decía todo con la mirada. Y hace dos días, Moncho, siempre de guasa tras la seriedad de su gesto.

Gracias a Moncho, me casé antes de casarme. Apareció el que aún no era mi marido con el libro de familia firmado y todo. No hace mucho, la última vez que nos vimos, creo que fue en casa de Pitu, en lo alto de Mayal, con los liquidámbares llenos de colores de otoño en una tarde que parecía de verano, me contó Moncho que en Carraceda, a sus hermanos y a él, les llamaban “los correndiños”. No paraban.

La casa que fuera de ellos, está justo aquí detrás, una casa grande a la que se entra por un patio de piedra con alpendre; y tras la casa, una fuente con lavadero, un gran rododendro fucsia, y la vía del tren pasando justo por delante de las ventanas porque su padre o su abuelo, que me pierdo entre las generaciones, lo pidió así, ya que la única manera de estar comunicado era entonces la vía del tren.

Incluso cuando yo vine a vivir aquí, sé de quien todavía prefería ir hasta el centro del pueblo andando por la vía que por las corredoiras llenas de misterio, belleza y barro, que son de las cosas más bonitas que tiene, sin saberlo, este pueblo, además de sus dos ríos donde Moncho, desde niño, imagino, pescaba.

Porque no he conocido mejor pescador de río que Moncho. Él mismo fabricaba los aparejos, y hacía unas moscas de todos los colores que había visto en el río, porque cada una tenía su lugar y su hora y su día, de manera que toda la variedad de moscas de mayo que a la Naturaleza le costó millones de años de evolución, las había recreado Moncho con sus manos y una máquina pequeña como de coser, y las había ido pinchando en cuadros que son dignos de un museo.

Siempre me quedé con las ganas de pedirle que me enseñara a pescar. Era una pesca sin muerte porque de lo que se trataba era de otra cosa, que es estar en el río, sin hacer nada, con la mente en blanco, viendo pasar el agua y viéndolo a la vez todo, la manera en la que caen los frondes del helecho real, el brillo del agua negra, el dorado del verdín de las piedras, las prímulas recién florecidas, las anémonas blancas en la orilla, el mirlo de río buceando, y el olor y el silencio y el sonido del agua y del bosque de ribera, y la curva que hace el río con la corriente, y esa hora que es la de la mosca, cuando brillan como espejos las alas de millones de diminutos insectos en la última luz de la tarde sobre el agua. Pura magia.

Me da rabia no tener hoy la cabeza más en mi sitio para poder escribir con la facilidad con la que Moncho pescaba.

Pero no vamos a olvidarle nunca porque por aquí pasan dos ríos que nos lo recordarán cada día.